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La columna que escribí para Cuqui Córdova

Don Cuqui Córdova fue periodista, comentarista, columnista, articulista y escritor.

Reproduzco aquí un capítulo de mis memorias publicado el pasado año donde relato algunas de mis vivencias junto a Cuqui Córdova.

En el Campo Las Palmas

Recordé el famoso proverbio del poeta español Antonio Machado al contemplar el rostro de aquel hombre bueno: “El ojo que te mira/ no es ojo porque lo miras/ es ojo porque te ve.”

Cuqui Córdova me caló desde que lo conocí, y nunca me lo dijo. Creo que siempre supo el tamaño del sudor que debía emplear para ganarme unos pocos pesos con una sonrisa en los labios, sin mirar el lado claro de la vida.

Eran pocos pesos, pero el 90 por ciento de llegaba a mi familia La Habana. Corría abril de 1992 y acababa de llegar al país con carácter definitivo y pasaría más de cuatro años sin ver a los míos

Como buen vegano, Cuqui observó mi trasfondo. Entre el trato cotidiano, los aventones y las comidas puntualizadas descubrió a un infeliz lleno de miedo, confundido en su propia soledad. Es cierto que la edición de su libro Mellizo Puezán, el indio de acero fue el detonante de nuestra amistad. Pero más que nada, mi pelo despeinado, el constante recuerdo de mi madre, esposa e hijos, lo hicieron volver los ojos hacia el ser humano que se movía entre los huesos y pellejos dentro de mi cuerpo.

Gracias a él, mi vida caminó por avenidas sin tener que soportar los baches y vaivenes del tiempo. Sus viajes a Cuba me hincaban la piel. Don Cuqui no solo llevaba a mi familia las fundas de comida y el poco dinero que lograba reunir, sino que de su propio bolsillo entregaba sumas muy superiores a mi madre, mientras que mi hijo y mi esposa recibían algo más que su sonrisa transparente. Acogió a mi familia como si fuera suya. Y la protegió en todo lo que pudo.

Con mi esposa sucedió algo singular. Durante uno de sus viajes, ella fue a buscar mis envíos al hotel porque Don Cuqui permanecía en un meeting internacional y apenas tenía tiempo para una escapada.

Al verla llegar, la invitó a cenar y le pidió que la esperara para él ir a buscar mis presentes. Pero ella insistió en subir con él. Fueron solo unos breves minutos. Ella solo quería sentirse gente. Que la vieran subir por un ascensor y llegar a una habitación como si fuera una turista. Al regreso, y al abrirse el ascensor pocos minutos después, apareció la figura de una amiga de su esposa, quien no solo fingió su buena educación al saludarlo sino que, de regreso a Santo Domingo, fue a narrarle al amor de su vida que había sorprendido a su marido con una amante cubana en el piso de su habitación. Me parece que hasta la palabra divorcio se mencionó en la conversación del matrimonio después de la graciosa denuncia. Tuve que ir a su casa en persona para explicarle a doña Chelita que aquella supuesta amante no era más que mi esposa enferma.

Don Cuqui y yo conversábamos mucho de béisbol. Él admiraba a los jugadores cubanos que participaron en las ligas dominicanas. En su casa disfruté, además de la amistad de sus hijos, sobre todo de Emilio, quien llegó a ser mi confesor, siempre con una sonrisa sobresaliendo de aquellos labios que no sabían mentir.

En uno de nuestros encuentros le conté de uno de mis tantos libros escritos en Cuba un libro, un texto sobre el célebre cátcher de los Dodgers de Los Ángeles, Roy Campanella, a partir de una colección de fotos que le tomó en Nueva York, en plena efervescencia de su carrera, mi amigo el fotógrafo cubano Osvaldo Salas.

Incluso, le insinué que ese libro podría ser de interés de la referida organización deportiva y el importe que recibiría por él, serviría de sostén a mi familia.

Cuqui me confesó su amistad con el entonces Vicepresidente de aquel team en Santo Domingo y director del Campo Las Palmas, Rafael Ávila, cubano como yo, según él de “malas pulgas” pero con un grandioso corazón. Y me prometió presentármelo para conversar sobre la posible edición del citado libro en los Estados Unidos.

El encuentro se materializó un domingo en el entonces llamado estadio Quisqueya.

Sentado en la última fila de los palcos altos, como queriendo subir al cielo para ver en la distancia el coraje de los jugadores que él también preparaba dentro de las filas de los Tigres del Licey, encontré a Rafael Ávila. Don Cuqui le rogó que escuchara el negocio que iba a proponerle.

II

Cuando pensamos en la muerte suponemos que los malvados no la sufren. Que llanto y tragedia solo se reservan para aquellos a quienes nos brinca el corazón. Pero como todos, los “malos” también saben morir, con sus corazones rotos y cargos de conciencia. Solo que nadie nos llama para advertir de la partida de aquellos que alguna vez nos clavaron una estocada trapera.

Pero cuando fallece un ser querido, como ahora con Cuqui Córdova (uno de los grandes hombres de la República Dominicana que dedicó su vida a servir a los demás), la noticia fluye y nos rasga la piel. A Cuqui se le deben muchas cosas. Nacen muy pocos como él. Fue un hombre con mirada generosa y generosidad envidiable. Por eso no lo pensamos caer. Ahí están su ejemplo y sus libros que vivirán entre nosotros mientras el tiempo dure.