Ventana

El dedo en el gatillo

La importancia de un gift shop en Buenos Aires

Tienda de recuerdos

En uno de mis tantos días rutinarios, recibí un extraño email. La Fundación de Nuevo Periodismo Latinoamericano me invitaba al cono Sur, a un encuentro de editores culturales latinoamericanos, en ocasión de celebrarse un encuentro de Ministros de Cultura del Nuevo Mundo. La invitación incluía boleto aéreo, hotel, cenas y transporte.

Quedé seducido frente a aquellas palabras en formato electrónico, pues el mayor deseo de mi vida siempre fue visitar Buenos Aires para respirar el aire contagioso del conocimiento.

Mi sueño se cumpliría a medias porque el correo electrónico me advertía que el encuentro se desarrollaría en Mar del Plata , muy cerca del sitio donde Alfonsina Storni se transformó en culto eterno.

Pocos días después, la aerolínea Copa me depositó como muñeco sonriente en el Aeropuerto Internacional de Buenos Aires, tras una breve escala en Ciudad Panamá. Desde la ventanilla del avión divisé el amanecer de aquella capital enorme, dispuesta a tragarme como tributo a mi aplauso entusiasta.

En la aduana local me inyectaron respeto y dignidad. Mis frustraciones llegarían en el recibidor donde se aglomeraban decenas de funcionarios y choferes, portando entre sus manos carteles impresos con el nombre de sus invitados. Ninguno de esos avisos era para mí. Me di cuenta de que, como el verso de Nicolás Guillén, “nadie me estaba esperando”. Ningún parroquiano consultado sabía de un encuentro de editores culturales en Mar del Plata. Las fuentes oficiales me indicaban la parada de taxis para que me trasladara más de 400 kilómetros al sur de la capital, costeando de mi propio peculio, una tarifa que ni recibiendo ingresos literarios universales podría costear.

Gasté unos cuantos dólares vía telefónica, en procura de mis anfitriones. Indagué con el Ministerio de Cultura de Buenos Aires, cuyo número jamás respondió. Pasaban las horas y la soledad tocaba a mi puerta como el vendal solemne de aquella mañana inolvidable. Por suerte, la joven empleada de un gift shop me sugirió un supuesto local a dos esquinas del aeropuerto, llamado “Tienda León”. El apellido me hizo recordar a la distinguida familia dominicana, y pensé en una sucursal argentina del flamante Centro Cultural de Santiago de los Caballeros. Recorrí una, dos, tres y cuatro esquinas posteriores a la salida del aeropuerto, tanto a la izquierda como a la derecha, pero nada me indicó la existencia de una tienda. Tampoco me alertó un cartel anunciante, aunque solo fuera de forma ambulatoria, de un negocio con tal nomenclatura. Después de la búsqueda infructuosa, imaginé la única opción: volver a Quisqueya. Parqueado en plena calle descubrí un transporte de las llamadas “voladoras”, con el motor encendido y unos pocos pasajeros dentro. Me acerqué por curiosidad y descubrí que sobre el parabrisas colgaba un pequeño letrero con dos palabras “Tienda León”. El chofer estaba a punto de partir a Mar del Plata con sus ocupantes, todos con pinta de intelectuales trasnochados. Subí al ómnibus y le dije al hombre:

-“Yo soy el pasajero que faltaba, ¿cuánto tengo que pagarle?

-Nada –respondió ante mi asombro- Ya el congreso abonó el costo para todos ustedes.

Si no hubiera sido por la chica del goft shop, esta historia no existiría, como tampoco la aventura emocionante que viví en la patria chica de Astor Piazzola.