El libro y el capitalismo impreso

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Carlos Oliva Mendoza | Tomado de “La Jornada Semanal”Ciudad México

Un día, releyendo a Edmundo O’Gorman, me preguntaba si sería posible pensar la historia del capitalismo como la edificación de una biblioteca. Como la invención infinita, escrita, borrada, recreada y destruida en un registro de segundo orden, el texto y la lectura.

La idea de que todo un hecho civilizatorio se haya edificado o cultivado sobre una ficción, esto es, sobre un registro de segundo orden –una representación de representaciones– puede coligarse con algunas de las ideas que expuso Benedict Anderson en Comunidades imaginarias. Recordemos que ahí Anderson señala que es en América donde se origina el nacionalismo y que, para la formación de las naciones, la idea de nación y el mismo nacionalismo, juega un papel fundamental la crónica de la vida cotidiana, la formación del periodismo y, en general, el establecimiento de la prensa.

Central en este despliegue es la crónica, que desde muy temprano acompaña la formación de una “conciencia nacional”, a tal grado que la pregunta acuciante es cómo se da, posteriormente a 1820, una “alienación estructural” de la memoria nacional. La tesis de Anderson al respecto es relevante y definitiva para la comprensión del mundo actual. Señala que la consolidación de una memoria nacional tiene que ver con la consolidación del capital impreso, una especie de acumulación que reifica y detiene, simbólica y temporalmente, la forma crediticia y dineraria que regula el movimiento social del capital en la modernidad. Este capital impreso no sólo es la moneda, pues cuenta con otros soportes paradigmáticos que fijan la socialidad mercantil: el reloj, el calendario, la brújula, el mapa o la museografía. Pero tras las formas virtuales que avanzan en la configuración de ese mundo está el producto fundamental del capital impreso: el libro.

El asunto tiene una larga historia en la construcción de la sociedad occidental; sin embargo, como bien lo detecta Anderson, en el momento en que las tecnologías logran sedimentar simbólicamente el crédito, a partir del desarrollo de la imprenta, la secularización de las lenguas europeas y el declive de las monarquías y la religión cristiana, la comunidad logra transformase en una figura imaginaria.

¿Cómo acontece ese antecedente fundamental de la nación: lograr imaginar una comunidad, figurarla simbólicamente? ¿Cómo se logra simbolizar el crédito? Es Anderson quien vuelve a iluminar el hecho. El libro, sostiene, es el primer producto de masas e industrial que produce el capitalismo:

En un sentido bastante especial, el libro fue el primer producto industrial producido en masa, al estilo moderno. Esta idea puede entenderse si comparamos al libro con otros productos industriales antiguos, como los textiles, los ladrillos o el azúcar. Estos bienes se miden en cantidades matemáticas (libras, montones o piezas). Una libra de azúcar es simplemente una cantidad, un montón conveniente, no un objeto en sí mismo. En cambio, el libro es un objeto distinto, autónomo, exactamente reproducido en gran escala, y aquí prefigura los bienes durables de nuestra época. Una libra de azúcar se funde con la siguiente; cada libro tiene su propia autosuficiencia eremítica.

Por esto ya en siglo xvi, en los centros urbanos parisinos, las bibliotecas eran espectáculos de familia. Igual que lo siguen siendo hoy, una biblioteca es la constatación de un poder acumulativo de capital impreso, de un tipo de capital paradigmático dentro del capital industrial.

Poseer un libro implica que su realización sólo se da en el consumo particular, en una interpretación que nunca es plenamente transferible a ningún Otro. Los demás bienes, objetos, productos o mercancías también acontecen sólo en su consumo o recepción, pero no necesariamente trazan una construcción hacia la individualidad. Impulsado por la industrialización de la prensa, el libro coloca al capitalismo en la posibilidad real de crear comunidades artificiales.

Marx escribió en los Grundrisse que el “dinero mismo es la comunidad, y no puede tolerar otra comunidad superior a él”. Esta idea puede resumir la posición que juega el libro como sustituto elemental de los fundamentos religiosos y monárquicos que se des-acreditan en la modernidad.

Podemos preguntarnos en un primer momento, con el fin de comprender cómo el libro se establece como la figura paradigmática del crédito o las creencias en la modernidad, lo que Marx se preguntaba sobre el dinero: ¿de dónde viene su magia? El viejo lector de Balzac respondía que este encanto viene de la atomización de hombres y mujeres en su proceso social de producción. Al ser aislados como mónadas, los seres humanos sólo pueden reestructurar su comunidad a partir de lo que producen, consumen y hacen circular: mercancías. Marx indica que al establecerse de manera general la forma mercantil, el ser humano debe introyectar esta relación y colocarse, esencialmente, como una mercancía más en el proceso social. El enigma y la magia del dinero, “visible y deslumbrante”, está encerrado en el enigma y la magia de la mercancía. El poder, pues, viene de que el ser humano, al colocarse socialmente como una mercancía, se entrega al flujo de equivalencias de todo tipo, equivalencias que se simbolizan en el crédito y en el flujo de dinero.

Esa infinita potencia

¿Pero qué sucede cuando esta simbolización se industrializa, cuando se masifica, y cuando puede quedar grabada no sólo como flujo de capital sino como un regulador impreso en los relojes, los mapas, los museos, los instrumentos de viaje, las monedas, la música, la fotografía y el cine, pero, sobre cualquier otra cosa, en los libros? ¿Qué variable introduce el crédito cuando se liga a la industria? ¿Qué pasa cuándo vamos dando crédito a algo escrito, por su mismo despliegue y no por su materialización real y no sólo subjetiva? Como Marx lo observó, el crédito industrializado en la historia del capitalismo introduce una creencia fetichista y religiosa. Escribe el marxista japonés Kojin Karatani: “En el intercambio de mercancías, el momento religioso equivalente se presenta como el ‘crédito’. El crédito, el convenio que presupone que una mercancía puede venderse por adelantado, es la institucionalización que pospone el momento crítico de la venta de una mercancía.” Las ideas de Karatani son muy significativas. Al desplazar el bien a la esfera del crédito o capitalismo impreso y llevar a cabo su industrialización, se elimina “el momento crítico de la venta de la mercancía”. Este momento implicará el regreso de la mercancía a su uso. Sólo en este regreso al momento social-comunitario puede hacerse un uso críticode la mercancía. Ésta no tiene entonces como función su transformación en capital, sino su uso, consumo y desgaste, lo que implicará la creación o intercambio de otra mercancía, no su transformación en capital.

El libro vuelve a ser un ejemplo cuasi puro de este movimiento mercantil. Cuando el lector o la lectora se va profesionalizando en el uso de libros deja de moverlos en la esfera circulatoria de capital, los resguarda. De ahí la otra valencia de la biblioteca, pues no sólo tiene una función tesoraria. Si incluso vuelven a la esfera mercantil lo hacen de forma muy especial, tirados en la calle, en librerías de viejo, en colecciones sofisticadas, en regalos o en desechos. Su regreso al mercado es complicado, como el de toda mercancía, pero el libro, de forma sui generis, parecería guardar todas las formas del regreso al mercado, porque el lector o la lectora han dado un uso complejo, intransferible e inacabado a ese bien. Si el libro permaneciera en esa esfera de circulación simple, sería ejemplar sobre la forma compleja de una estructura civilizatoria en crisis estructural, la modernidad, y las formas críticas que puede desplegar. Como recuerda Walter Benjamin: “Libros y prostitutas: raras veces verá su final quien los haya poseído. Suelen desaparecer antes de perecer.” Sin embargo no es así: al volverse un producto industrial, que simboliza todo lo posible en empresariales despliegues simultáneos, el libro deviene, como decía Borges, “una ocasión de brindis patrióticos, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo”.

El libro, esa infinita potencia, es también el índice del capital impreso; logra simbolizar el crédito que entraña toda mercancía y hace florecer la historia del capital industrial, el capital nacional e imperial. Otra historia es la de su presente, la del poder de ese capital impreso de forma virtual -todo libro es también un disfraz de aforismos- que hoy despliega muchos de los secretos, enigmas y procedimientos mágicos del capital crediticio, postindustrial e inmaterial que, como la noche, cae sobre nosotros.