Ventana

Politología

Escrito en piedra, o en el agua

El autor reflexiona sobre las recientes elecciones presidenciales en la República de Honduras

Sergio RamírezManagua, Nicaragua

En el año de 1982, la Asamblea Constituyente de Honduras aprobó una nueva carta magna en la que se prohibía la reelección presidencial de manera terminante e inconmovible. Ni por medio de una reforma constitucional, ni aún por un plebiscito podía cambiarse el artículo que impedía a un presidente de la república continuar en el mando. Esta prohibición entraba entre las disposiciones llamadas “pétreas”, escritas en piedra. Y el código penal pasó a considerar el solo intento de promover la reelección como un delito de traición a la patria.

La extrema previsión de los legisladores provenía de la propia historia del país, plagada de dictaduras militares, elecciones fraudulentas, y presidentes ambiciosos de quedarse sentados en la silla presidencial largo tiempo, o para siempre, lo que significa también apoderarse de las instituciones, someterlas, y corromperlas.

En junio de 2009, el presidente Manuel Zelaya, del partido Liberal, promovió la celebración de una consulta popular a través de lo que llamó una “cuarta urna” en busca de abrir la vía para llamar a una nueva Asamblea Constituyente, y fue acusado de querer eliminar el artículo pétreo que le prohibía reelegirse.

Como remate de la grave crisis que se desató, el ejército, con el respaldo de la Asamblea Nacional en manos de sus adversarios conservadores del partido Nacional, lo derrocó. Como si otra vez estuviéramos viendo la misma vieja película, Zelaya fue sacado en pijama de su cama a medianoche, metido en un avión, y expulsado a Costa Rica.

En 2014 fue electo presidente Juan Manuel Hernández, del partido Nacional, y al año siguiente un grupo de diputados suyos recurrió ante la Corte Suprema de Justicia para que las disposiciones escritas en piedra que prohibían la reelección fueran derogadas. El sólo hecho de formular la petición, ya facultaba a las mismas autoridades judiciales para procesarlos, con la consecuencia de ser cesados de sus cargos e inhabilitados políticamente, perdiendo aún la ciudadanía, “por incitar, promover o apoyar el continuismo o la reelección del Presidente de la República”, según la letra de la misma Constitución.

La Corte Suprema, dominada por magistrados del Partido Nacional, por el contrario, fue en todo complaciente con el recurso. Lo admitió, y dio la razón a quienes lo interpusieron. Y así sentenció que las disposiciones constitucionales que prohibían la reelección presidencial ¡eran inconstitucionales!, abriendo el camino al presidente Hernández para presentarse de nuevo como candidato.

Estas son las raíces del drama que hoy está viviendo Honduras tras las elecciones del 26 de noviembre de este año, cuando un cuestionado Tribunal Supremo Electoral se ha visto impedido de poder declarar a un ganador frente a una votación estrechamente dividida entre el propio presidente Hernández, convertido en candidato gracias a una sentencia espuria, y el candidato de la Alianza de Oposición contra la Dictadura, el presentador de televisión Salvador Nasralla, respaldado por el expresidente depuesto Manuel Zelaya.

El conteo inicial que favorecía a Nasralla cambió abruptamente tras interrupciones intermitentes del sistema electrónico. Cuando el sistema se restableció, Nasralla pasó de ganador a perdedor. Todo un acto de prestidigitación digital.

Lo esencial de unos resultados electorales aceptados por todas las partes es establecer la gobernabilidad, algo que parece difícil de conseguir ahora, cuando el Tribunal Electoral ha concluido un nuevo recuento parcial de los votos sin la presencia de la oposición, y mantiene el escaso margen de ventaja a favor del presidente Hernández.

La oposición no acepta los resultados y demanda un nuevo recuento total, o la anulación de las elecciones para celebrar unas nuevas, algo que luce más que improbable; y aunque los observadores de la Unión Europea y de la OEA avalaran el escrutinio oficial, la sombra del fraude no podrá ser desterrada, y por tanto no se conseguirá la legitimidad de la reelección de Hernández, lo que viene a representar un grave retroceso para la credibilidad del sistema democrático que, de una u otra manera, y entre tropiezos, ha logrado avanzar en más de tres décadas en Centroamérica, y en general en América Latina.

En países donde la fortaleza institucional no termina de conseguirse, la reelección presidencial viene a ser un mal de consecuencias perniciosas, porque fortalece ese vicio de poder que hemos padecido de manera endémica, no otro que el caudillismo autoritario.

No tengo que regresar a las aulas de la facultad para que mi profesor de derecho constitucional vuelva a explicarme la inconmovible pirámide de Kelsen: en la jerarquía legal no hay nada por encima de la Constitución, situada en la cúspide, en tanto todas las leyes y demás actos institucionales se le subordinan y, por lo tanto, una sentencia judicial no puede borrar ni enmendar lo que la Constitución establece desde arriba.

Pero es lo que hizo desgraciadamente la Corte Suprema de Costa Rica, cuando en 2003 ordenó anular la prohibición de reelección establecida por una reforma constitucional en 1969. Esta sentencia, proveniente de un país de reconocida tradición democrática creó un precedente nefasto que ha sido seguido después en Nicaragua, en Honduras, y últimamente en Bolivia.

En 2010, la Corte Suprema de Justicia de Nicaragua, dominada por magistrados del partido del comandante Daniel Ortega, declaró inaplicable el artículo de la Constitución que impedía la reelección, y así pudo presentarse como candidato a un segundo período en las elecciones del año siguiente, que por supuesto ganó, como ha seguido ganando las demás, amparado por las razones filósofas de sus correligionarios del tribunal, expresadas así, en mayúsculas: “el derecho a Elegir y Ser Electo, no puede ser alterado...por ser un derecho sustancial y esencial al ser humano”.

Evo Morales, que lleva ya varios periodos como presidente de Bolivia, buscó seguir reeligiéndose y para ello convocó un plebiscito, que perdió. No dejó de insistir. Ahora, el Tribunal Constitucional lo autoriza a seguir presentándose como candidato de manera indefinida. La prohibición constitucional, dice la sentencia, violenta sus derechos políticos.

Lo escrito en piedra, está más bien escrito en el agua.