Ventana

MÍNIMO DIETARIO

Reflexiones al amparo de Rilke

Carlos X. ArdavínSanto Domingo

Rainer Maria Rilke: la soledad como valor supremo; la búsqueda incesante del silencio, de un lugar apacible para trabajar, del clima propicio para la frágil salud del cuerpo y el alma; el ansia de la disciplina o la dolorosa certeza de no llegar a ser un poeta auténtico en el corto tiempo de una vida. Repaso esta tarde fría de otoño las Cartas a un joven poeta, y me deslumbro, y reencuentro esa pasión por la escritura poética que creía perdida tal vez para siempre. Se es poeta aunque ya no se escriban versos, o solo de vez en cuando nuestra caligrafía adulta trace las apretadas estrofas de un poema. En cualquier ciudad se puede ser feliz o sentir la invisible lanza de la tristeza. La soledad puede suponer desdicha y desamparo, pero también nuestra mayor riqueza, según consigna Rilke. Hay que buscarse dentro, nuestro destino no está cifrado en una particular geografía o en los rostros peregrinos que transcurren a nuetro paso. En cualquier sitio espera la muete o la vida, el entusiasmo y la infinita desidia. Se es poeta a pesar de uno mismo. El joven que leyó por primera vez estas cartas ya no es el mismo. El tiempo no ha sucedido en vano. En su corazón han sucumbido las rosas del optimismo. Hoy mira el mundo desde el escepticismo y la íntima avaricia. Como nunca creyó en el compromiso intelectual ni tuvo veleidades izquierdistas, no ha sido tocado por el desencanto politico. Le resta esta alegría. Vive hoy como vivió siempre: despegado, aislado pero exento de culpabilidad, disfrutando de esa soledad de la que tanto habló el poeta checo. Un hombre entregado a las delicias de la carne y a selectas lecturas (no puede perderse el tiempo en inútiles laberintos de papel). A cierta edad uno sabe perfectamente qué libros imprescindibles le faltan por leer. Son numerosos todavía, y esta certeza le mantiene alerta, deseoso de seguir viviendo. La biblioteca se ha convertido en su morada existencial. Le alegra saber que coincide en esto con su admirado Borges, cuyos libros antiguos le han acompañado en todos estos años. Buen final: Rilke y Borges, para una tarde otoñal en este alejado territorio del mundo.

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