ENSAYO
De la pampa al valle del cibao
No he ido físicamente a la pampa argentina pero si hay un lugar donde hemos ido virtualmente en nuestra América, ha sido precisamente esa, a través de milongas, de tangos, de dolientes canciones de Atahualpa Yupanki, de cuentos de Borges, de personajes como Santos Vega, Martín Fierro, Don Segundo Sombra, de aquellas juglarescas recitaciones del Indio Duarte, quizás más que el huaso chileno, tanto como el charro mejicano, nadie como el gaucho para ver las noches estrelladas, los caballos y los jinetes airosos y las grandes llanuras erizadas de vacunos que luego dan esos asados que nos parece oler mientras los vemos irse tostando al rescoldo de las brasas ardientes. Lo que sí conozco realmente es a los paisajes y a las gentes de mi llanura natal, el llamado de La Vega Real, el verdeante y fecundo valle del Cibao, desde cuando andaba sobre los caminos de hierro del Ferrocarril nacional por todas las rutas centrales e intermedias de Sánchez a La Vega, San Francisco de Macorís, Villa Tapia, Salcedo, Moca, Tamboril, Santiago, Altamira, Imbert y Puerto Plata, pero sucede que todos esos recuerdos de mi infancia y de mi juventud fueron removidos cuando vi por la Tele un programa turístico presentando algunos pueblos casi fantasmas de la provincia de Buenos Aires por donde una vez pasaron los trenes. Justamente se fundaron a la vera de los caminos de hierro como mi pueblito, Pimentel, como La Ceiba y Villa Riva y en cierta forma Arenoso, La Bomba de Cenoví en el Ferrocarril Central Samaná-Santiago, que como sabemos nunca llegó a Samaná ni tampoco a Santiago. Mostraron dos de esos pueblos pamperos Carlos Keen (pronúnciase Ken, no Kin) y Ruiz, que cuando ya no pasaron los trenes, tal dijo el poeta de mi pueblo Elpidio Guillén Peña, quedaron con: “Casas abandonadas/ como vagones que no se van”. Esos pueblos falsos (lo he dicho muchas veces; son aquellos que construye el progreso y los cambios se ocupan de anular), porque no nacieron a la vera de ríos ni se congregaron junto a los caminos reales un poco al azar, sobre todo cuando están en las sabanas interminables y uno escucha a lo lejos los pitidos repetidos de los trenes con las bocanadas de humo negro anunciando las horas mejor que las campanas de los templos y poniendo a todo el caserío y las comarcas vecinas y lejanas en acción. Sé que las gentes de Carlos Keen que vivieron la época dorada de la Estación que ha quedado como centro de actividades los fines de semana con ferias de artesanías, que tratan de rescatarlo del olvido y hacerlo lugar turístico, con sus hoteles y fondas donde se come un buen asado con vino de la patria y sabrosos guisos tradicionales, como dijera una hotelera: “con trato familiar”, con ese que los pueblerinos legales (el villorrio apenas tiene dos mil almas, y está a unos ochenta kilómetros de Buenos Aires) suelen agasajar siempre a sus visitantes. Había rieles que se perdían entre la grama. Las gentes se veían gentiles. Eran realmente benditos aldeanos. En nuestro país poco a poco hemos dejado de ser rurales sin haber llegado a ser pueblerinos ni aldeanos. Los políticos se han encargado, porque no saben otra manera de darles empleos y orgullo a sus clientes, de sembrar de falsos pueblos con ejidos toda la geografía patria. Y entonces, tenemos, que ni somos campos ni somos pueblos; somos una patraña. Mi pueblo, Pimentel, ha crecido, se ha henchido a lo largo de los antiguos rieles y a la vera de las autopistas y las carreteras. No queda ni la Estación ni siquiera un clavo de hierro de los que aseguraban los rieles sobre las traviesas y mucho menos un simple riel. Los jóvenes beben whisky de doce años en medio de la miseria secular; les avergüenza beber el ron criollo; la cerveza es otra cosa, tiene cierto timbre de elegancia. Nadie lee en aquel pueblito donde tener libros de literatura era uno de los orgullos; nadie escribe poemas, nadie hace canciones como Bienvenido Brens, Luis Kalaf y Luis Meregildo. Las muchachas no muestran sus galas durante las retretas, ni el Club Pimentel se engalana en las fiestas patronales con mujeres perfumadas y hermosas. Nadie tiene el orgullo de Luisa y Luis Palomino en su Polo Norte o Santiago y Chanita Polanco en su Hotel Pimentel. Hay lo que existe en todas partes. No aquellas cosas únicas, ni siquiera los bohemios singulares como aquel José Amarante que solía burlarse de los incultos. Nunca habrá un mallorquín como Miguel Lladó Ramis gritando ¡Viva la Pepa! por sus calles y cantando españolerías con un grupo de peones y amigos detrás, arrasando bares, pulperías y fondas, y gritando: “coman y beban mis hijitos.” Cuando voy a mi pueblo y veo el bullicio, los lujosos vehículos del año, sus chalets que parecen palacetes, tomo fotos de las viejas casas, de los ranchos donde todavía viven las gentes que conocí, aquellas ya cargadas de canas y de años, rincones queridos y recordados, donde los aguaceros sobre el zinc hacían soñar en un futuro que llegó y pasó. Pimentel y Hostos, como Carlos Keen y Ruiz, allá en la pampa infinita, mantendrán sus nombres, pero no el elegante espíritu viajero que se llevó para siempre el tren con sus pitidos y sus garabatos de humo sobre el cielo azul de las llanuras interminables de la extensa Pampa y del feraz valle del Cibao.