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Ficción

Dos cuentos de Mario Guevara Paredes

NIÑA VENENOLlegó Patrick, y dijo: «La niña veneno está en manos de Dios». Y no podía ser de otra manera, solo en sus manos podía estar después de la descontrolada vida que llevó, me dije. *** Cómo serán las cosas, tú que eras la más bonita del barrio, la más pretenciosa, la más deseada por los muchachos que se morían por estar contigo. La más estudiosa del colegio, y seguiste siéndolo, dicen, también en la universidad, donde empezaste a estudiar la carrera de turismo. Allí, entre todas las chicas, te eligieron la reina porque eras la más hermosa del claustro. Bueno, eso dijeron. Pero cuando te conocí, siempre andabas sobrada, a nadie le dabas bola. Sabías lo que tenías, y en vano muchos trataban de enamorarte y tú ni les dirigías la mirada. Parecía que andabas en otro mundo, pues éste de seguro no era el tuyo. En las fogatas bailables, que se realizaban los viernes en la noche, donde era costumbre acudir, tú eras la más solicitada. Los muchachos con insistencia te rondaban para sacarte a bailar y tú ni por asomo les dabas importancia. No sé qué buscabas, tal vez un príncipe azul, como mi hermanita, ahora madre de cinco rapazuelos que, cuando era niña siempre decía, pronto vendrá mi príncipe azul, y lo único que encontró en la vida fue a un agente blanquiñoso, rubio y de ojos claros. Pero de azul sólo tenía el uniforme de policía municipal. Demás está decir que tú lo tenías todo en demasía: belleza, inteligencia y un futuro promisor. Bueno, eso comentaban los amigos cuando nos reuníamos en las noches en alguna esquina de nuestro barrio. Asimismo, sabíamos de tus gustos por los muchachones de La Salle o Salesianos, mientras que nosotros estudiantes ciencianos no éramos de tu agrado, porque no teníamos a nuestra disposición el automóvil de papá, que era empresario o funcionario de algún banco de la ciudad. Además, éramos tan misios que no teníamos dinero para invitarte al “Chef Víctor” o al Restaurant “Roma”, de la Plaza de Armas; sólo teníamos dinero para comprarnos un barquillo de vainilla en el famoso “¡Oh! Qué Rico”, de la calle Almagro. Por otra parte, nadie, ni mis amigos más íntimos sabían que yo estaba templado de ti, al extremo de que te seguía sigilosamente cuando salías del colegio en compañía de tus amigotas; eso sí, a decena de metros sin que tú lo notaras. Parecía tu ángel guardián, observando cada gesto, sonrisa y palabrota que manifestabas estando totalmente eufórica. Cómo no acordarme de ese infausto mediodía, cuando me desplazaba siguiéndote por la calle principal del barrio, y de pronto volteaste el rostro estando a portas de ingresar a tu casa; no sé qué mosca te había picado, y para colmo de males, tu mirada se encontró con un rostro sonrojado que pedía a gritos que la tierra lo tragara, pues lo habías encontrado torpemente infraganti: tenía la mirada lánguida, en la que se notaba lo deslumbrado que estaba por ti. Entonces, parada debajo del umbral de la puerta demoraste una eternidad para ingresar a tu casa. No obstante, con el rabillo del ojo, observabas como yo, cabizbajo, y con el corazón a punto de estallar, me desplazaba nervioso, maldiciendo el momento en que se me ocurrió seguirte a casa. Desde esa desafortunada experiencia, en el (la) que se puso en evidencia lo mucho que me gustabas, me juré para mis adentros nunca más pasar un roche igual. Sin embargo, pasado un tiempo prudencial, no pudiendo con mi inquieto temperamento, empecé nuevamente a seguirte a casa, pero esta vez a varias cuadras atrás sin que tú lo notaras. A parte de ello, los días domingos, en las matinés del cine “Garcilaso”, donde toda la muchachada cusqueña se reunía, te esperaba impaciente sentado en la primera fila de la platea alta. Como siempre, al poco rato, ingresabas con tu mancha ocupando las butacas centrales de la platea baja. Desde arriba, observaba tus movimientos y de los que se encontraban a tu alrededor. A veces, sentía rabia infinita cuando coqueteabas con esos muchachitos hijitos de papá. Entonces, acabado (a) la película era el primero en salir del local y te esperaba enfrente del cine para observar a que salieras. No sabes cuantas veces hice lo mismo sin que tú lo notaras. Como la vida va y viene, acabado la secundaría me marché del país. Salí como muchos que se fueron a buscarse un mejor porvenir fuera de nuestras fronteras. El país elegido fue Venezuela. Allí tuve que trabajar en diferentes oficios. Fueron años jodidos porque me encontraba de ilegal. Esa situación me alarmaba, pues me podían deportar del país. Cuando arregle los papeles habían pasado varios años. En todo ese tiempo siempre estabas presente en mí, aún cuando me encontraba en brazos de otras mujeres. No podía olvidarme de esa época de adolescente platónico, en el que me pasaba días y días pensando en ti. Mas llegó el día en que decidí regresar porque me ganó la nostalgia de encontrarme de nuevo con mi país. Cuando retorné al Cusco y por ende al barrio, lo primero que hice fue preguntar por ti. Los amigos decían que habías dejado la universidad. Que te habías hecho brichera, y que un gringo regordete y colorado te había llevado a los United States, pero no decían a que Estado de ese desconsiderado país. Bueno, pensé: siempre le gustaron los blanquiñosos con dinero, y de seguro será feliz. Aunque me jodía, para mis adentros, que estuvieras encamándote con un crudo de porquería. Después de lo que me informaron los amigos, no quise indagar más sobre tu paradero. Me dediqué hacer mi vida. Aunque la mujer, con la que me case, y con la que tengo unos pequeñuelos, no sabe nada de ti. No obstante, la enamoré pensando en ti. Fue así que, un fin de semana, cuando andaba en tragos en compañía de Patrick, y por lo avanzado de la noche y no habiendo bar donde beber, nos dirigimos al “Takuchi”, esa cantina de mala vida, ubicada en la calle San Agustín, la cual abría sus puertas hasta cuando aparecía el alba. Al ingresar en el local, sentí un fuerte estremecimiento. Quedé estático y la respiración se me paralizó. No podía creerlo. Tú, la más bonita del barrio, la más pretenciosa, la más deseada por los muchachos, bebías descontrola con unos asiduos borrachines. Como el local estaba repleto de parroquianos, y no habiendo lugar donde sentarnos, tuvimos que arrimarnos al mostrador y, empezar a beber parados. La impresión de verte allí hizo que se me acentuará más la borrachera. Por ese motivo pedí una botella de ron y nos confundimos en ese bullicio de voces y humo a cigarrillo que despedían esas gargantas aguardentosas. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron, y descubrí, que habías cambiado; no eras más la niña bonita que conocí. La mala vida había dejado una huella indeleble en tu hermoso rostro. Pensé, para mis adentros, que me reconocerías, pero estabas tan ebria que no distinguías con quien bebías. No sabes, cuan apenado me sentí al verte en ese estado y más aún cuando uno de tus acompañantes susurrándote al oído te instaba a irte a la cama, y tú, coquetamente, mi amor, mi vida, mi todo, le decías que pronto, saldrías con él. Pagué la cuenta, y salí de la cantina terriblemente encabronado. No recuerdo como llegué a casa, porque deambulé por las calles y plazas recordando mis días de adolescente platónico; esos interminables días en los que sólo pensaba en ti y en nadie más que en ti. Después de esa noche de tragos, deseé borrarte para siempre de mi memoria. Sin embargo, por más que lo intentaba, no podía porque estabas muy metida dentro de mí. Y mucho más, luego que me contaron que tu vida se jodió el día que conociste al cowboy de John Fortunick, avecinado en Los Ángeles, California, y dizque empresario camionero, cuando el muy hijo de puta era un simple chofer de tráiler, pero como era blanquiñoso, rubio y con muchos dólares en el bolsillo, pensaste haber encontrado tu príncipe azul. Cuando descubriste la verdad era demasiado tarde. Además, el susodicho llegaba de madrugada y oliendo habitualmente a whisky, y te trataba como si fueras una cualquiera. Y para colmo de males, el muy cabrón, era un empedernido mujeriego. Esa vida infame, de maltratos y constantes humillaciones, marcó tu espíritu. Y sin que lo notaras, poco a poco, te habituaste a las bebidas. Entonces, cierto día abandonaste al tal John, a consecuencia de los golpes que te aplicó por el solo hecho de decirle que lo ibas a abandonar. Al recobrar tu libertad, algo en ti había cambiado, ya no eras la misma. Te volviste irascible y desinhibida. Pasado un tiempo, los que te conocieron por esos lares dijeron que paseaste tu singular figura por bares de San Diego y Ciudad Juárez, donde algunos —hijos de chingada— te hicieron famosa con el sobrenombre de «niña veneno» por lo letal y corrosiva en que te habías convertido. *** A pesar de todo, ahora que te encuentras en manos de Dios, como dijo el despistado de Patrick, es posible que halles sosiego en esa Iglesia del Séptimo Día, donde acudiste por expreso llamado de nuestro Señor, testigo de mi platónico e irrenunciable amor. MUERETE ENANA —Muérete enana —dijo el hombre. Qué le sucede a este imbécil, decirme a mí muérete enana. Eso me pasa por ser cojuda. Y quién me manda a recogerlo de sus constantes borracheras. No crean que soy una pisada, pero este cretino, al que llamo marido, me tiene la vida jodida. Las feministas dirán se lo tiene bien merecido; no se puede ser contemplativa con un borracho y mujeriego incorregible. Tiene razón “Paquita del Barrio” en llamar a estos infelices: gusano, animal rastrero, rata de dos colas… Pero es la última vez que le permito decirme muérete enana, y más que lo dijo delante de sus amigotes, los cuales festejaron risueños el agravio, como si lo expresado fuera un tierno cumplido. A sus amigotes de farra me hubiese gustado decirles: pedazo de animales, cabrones, hijos de puta… Sin embargo, lo que no saben estos holgazanes es que el que ríe último, ríe mejor… Y pensar que yo amaba a este bueno para nada. Las apariencias siempre engañan. Cuando lo conocí, siempre atento, siempre oportuno, de buen corazón, siempre regalón. Gastaba todo lo que tenía, parecía el hombre ideal. Mi abuela, siempre me decía: “Hija mía, no te cases con tacaños porque éstos te matarán de hambre”. Le seguí el consejo, yo también detesto a los agarrados, mejor dicho, tacaños, porque estos son mezquinos hasta en la cama. Pero lo que no sabía —mi querida abuelita— es que elegí al hombre equivocado. Al susodicho, los tragos le gustaban como si fuese ambrosía, y yo, pequeña tonta, no me percaté de sus enfermizos problemas. Pensar que todo era felicidad en esa época. Mis amigas pensaron que me había sacado la lotería. “Qué suerte tiene la petiza, consiguió lo que nosotras jamás podremos poseer”, dijeron. Sabía que me envidiaban, porque el aludido era un hombre bien parado: alto, moreno y de rasgos agradables. Me dijeron que no lo dejara escapar, porque hombres como éste pocas veces se encuentra en la vida. Pero lo que no sabían es que había encontrado una joyita, un diamante pero artificial, porque mi querido marido era sólo una piedra sin valor y para colmo mal diseñado. Mas de él me había enamorado perdidamente. Pero volviendo al principio, me revienta sobremanera que me hubiese dicho: Muérete enana. Bueno, la verdad, seré bajita, pero estoy bien despachada. ¿Alguna vez usted conoció a una chaparrita que no sea bonita? La naturaleza nos compensó con belleza e inteligencia. Aunque por allí digan que somos bien jodidas; dicen que tenemos el hígado cerca del corazón… Esa mentira lo dijo algún despechado que no pudo conquistar a alguna de nuestro gremio. Nosotras somos inigualables. Ningún hombre nos deja. ¿Alguna vez usted observó a una bajita que no tuviera marido? Todas los tenemos, y si quisiéramos varios maridos, mejor dicho, amantes, los conseguimos al instante por nuestras innatas cualidades. Otra infamia, con la cual quieren estigmatizarnos es cuando dicen que somos exquisitas porque no gustamos de los bajitos; la verdad, no es cuestión de exquisitez sino de compensación. Después de todo, como siempre, traje a casa al susodicho. No saben el esfuerzo que hice para que bajara del taxi. Y como le quedaba algo de ecuanimidad pudo ingresar balanceándose al departamento. Ahora, el muy sinvergüenza duerme como un tierno angelito ocupando toda la cama. Pareciera estar crucificado, ya que tiene los brazos extendidos en forma de cruz. Y de verdad, pronto, tendrá su prometido calvario. Claro, que no será crucificado como el rey de los judíos, porque después no dirán que soy una maldita e impúdica sádica. Aunque mis amigas feministas estarían de acuerdo a que crucifique al infame éste. Pero tendrá un castigo ejemplar, porque me cansaron sus desatinos. Es por ello que haré algo que debí hacer desde el comienzo. No obstante, mis amigas —que me quieren mucho— afirmarán que por celos ultimé al mujeriego de mi marido. Mas si supieran la verdad no lo creerían. Al susodicho, le he perdonado todas sus infidelidades, pero lo que nunca le perdonaré son los malditos ronquidos que nunca me dejaron dormir. Ahora sólo me falta decirle: duerme, amor mío, duerme, que dentro de poco se apagará el concierto de ronquidos; tendrás profundas convulsiones y abrirás con espanto los ojos, tal vez, pensando en tu mujercita que te quiso a morir, por siempre, jamás… —Enana, déjame dormir —dijo el hombre, y luego de carraspear. —Puta madre, cómo jode esta enana. Siempre delirando. Hablando en voz alta.

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