DIARIO DOMINICANO
El tío Manuel
El tío Manuel había llegado desde Cuba, directamente al Cibao. Primero, varios años antes, había cruzado el Atlántico desde su vieja aldea asturiana: un pequeño conjunto de casas enclavado en medio de escarpadas montañas. Un lugar plagado de hambre y miseria. En Guantánamo, el tío Manuel había padecido los embates del mal de amores (una historia turbia cuyos detalles nunca supe a ciencia cierta) y la desdicha del joven que se encuentra solo en medio de una ciudad poblada de agrios recuerdos. Su hermano Modesto, mi abuelo, leyó en los ojos de su hermano la caligrafía incierta de la tristeza y le dejó marchar, como se dice adiós a un hijo en una estación ferroviario de principios del siglo XX. Había escuchado el tío Manuel que un tal Rafael L. Trujillo, Benefactor de la Patria Nueva, estaba regalando tierras labrantías a los europeos que quisieran laborarlas y fundar familia. Qué mejor destino, pensó el joven Manuel, ante el abismo sentimental en que se debatía. Todavía puedo escuchar al viejo recordando su arribo a Santo Domingo y el impacto certero que le causaron las mujeres dominicanas de broncínea piel y carnes duras como el viento. En aquellos días un asturiano sin luenga experiencia podía embriagarse fácilmente con el aroma y los jugos predilectos de las doncellas. Una gota de leche en medio de la oscuridad palpitante de los cuerpos desnudos. El tío Manuel comenzó a vivir como se vivía en aquellos días: sin calendario fijo, con el olvidado ritmo de la provincia y los ciclos marcados por la vida de los animales y la duración de las estaciones. Una armonía que a veces rompían la visita de los huracanes y las malditas campañas políticas del Benefactor. Trujillo crecía en su riqueza y en su maldad, mientras el asturiano recién llegado forjaba una prole y comenzaba a recolectar los frutos de sus esfuerzos. La mujer, una dominicana fuerte como los cañaverales, dulce como el maví, le enseñó a amar la tierra ajena, como se ama a la primera hija que nos nace. Sin duda, Manuel aprendió bien las lecciones de amor patrio que recibía de ella. Me pregunto qué habrá sido de esta mujer que llevó en su vientre la simiente de una familia numerosa y que hizo de Manuel el hombre rico y feliz que llegó a ser. No sé si esta buena mujer vive todavía, o si sus cenizas se han fundido con la provincia a la que tanto amó. Ahora, en esta tarde luminosa en que escribo estas letras, me asalta un pensamiento de rara tristeza: nunca me despedí del tío Manuel, pero la última imagen que atesora mi mente es la de un viejo suave y delicado, risueño, bondadoso, optimista… Quiero pensar que una parte de esta bondad y optimismo perviven en mí como un milagro. Cuando vuelva a pisar el Cibao buscaré en sus árboles y montañas, en sus muchachas en flor, la risa y la delicadeza del tío Manuel.