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PAQUITO

El recluta que marchó en el desfile

La orden de un comandante no se cuestiona, ni siquiera se piensa. Se cumple. Por eso, cuando el capitán lo pidió, Paquito y los demás reclutas se quitaron el uniforme nuevo con el que habían marchado dos horas antes y se fueron al cuartel solamente con los pantaloncillos todavía empapados de sudor. Los “pelapapas” también tuvieron que devolver las botas que la Jefatura les había entregado en un estruendoso acto que precedió al desfile militar. Y se fueron a la cama con las tripas vacías porque el almuerzo previsto en el presupuesto de la marcha desapareció por arte de magia, y así se quedaría por los siglos de los siglos. “Buen trabajo, guardias. Hasta el Secretario de las Fuerzas Armadas nos llamó para felicitarnos por nuestra excelente participación”, arengó el oficial, mientras los reclutas se dirigían a sus habitaciones, desnudos y con la boca ceniza del hambre. Antes de dormirse, en la soledad del cuarto común, lleno de hombres grajosos y sicotudos, Paquito pensó en su primera participación del desfile militar que conmemora la independencia de la mil veces gloriosa República de las Maravillas. No entendía a qué se refirió el Presidente cuando dijo que “los malos no pasarán”. Se perdió descifrando el discurso del Jefe de Estado Mayor, en el que decía que, a pesar de los recientes actos de corrupción cometidos por militares, los organismos armados están llenos de nobleza y vocación de servicio. “¿Será verdad que el Presidente no sabe que aquí hay más generales que escuadrones?, ¿y que la mayoría tiene fincas, vehículos de lujo y casas que no pueden justificar?”, se preguntaba. En el caco pelao del muchacho que nació y creció en San Isidro, las inquietudes no dejaban de saltar. “Coño. Cualquiera que los oye hablando de seriedad y de honor. Si la gente supiera que los chamacos que nos dieron esta mañana para desfilar ante las cámaras de televisión se quedaron en las manos del comandante. Horita nos los vende a nosotros mismos”, continuaba el raso. Estaba tan indignado que a veces pensaba en voz alta, sin temor a que sus compañeros lo escucharan. “Tanta disciplina para nada. Aquí hay barbarazos peores que los delincuentes de la calle. ¿Tú crees que es buena cosa un tipo que se coja los cuartos que el Gobierno da para la comida de uno, o el que le cobra una tarifa a los guardias que piden un permiso? No, ombe, no. La seriedad es otra cosa”, dijo en voz alta antes de rendirse ante el sueño.

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