SENDEROS
El milagro de las sonrisas
Pero Pedro dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda”. (Hch 3:6) Este versículo bíblico comenzó a tener sentido para mí una mañana de sol radiante y calor intenso, en que me dirigía hacia mi lugar de trabajo; caminaba por una calle de Gazcue en dirección sur a norte y en dirección opuesta venía caminando una florista, a lo lejos sólo se divisaba un punto colorido pero según fue acortándose la distancia comencé a distinguir que era una mujer con su lata de flores a la cabeza. El espectáculo era precioso: flores frescas multicolores bañadas por los rayos solares que le imprimían brillantez. Ella era una señora muy mayor, en su rostro se marcaban todos los surcos de áridos años de lucha, sus hombros estaban caídos y con pesar y dificultad arrastraba sus pies, resultaba fácil adivinar que más que una lata de flores en su cabeza llevaba todo el peso del mundo. A medida que nos fuimos acercando y por obra de una de esas maravillosas jugadas que nos hace el Espíritu de Dios, me fui identificando con esta señora. Comencé a sentir su cansancio, su dolor, sus carencias, la tristeza, el agobio, la ausencia de entusiasmo por la vida y lo que le rodea y al mismo tiempo toda aquella dignidad porque a pesar de todo eso, y a causa de todo eso, aún trabaja, no es carga para nadie, se gana honradamente el pan que ha de llevar a su boca y a la boca de los suyos y en ese preciso instante la amé tanto. En ese momento al igual que Pedro ante el cojo en la puerta del templo no disponía yo de “plata ni oro” para comprar sus flores, mas busqué su mirada y desde lo más profundo de mi ser le di la mejor de mis sonrisas. Sus ojos se iluminaron, su rostro se suavizó e hidrató con una espléndida sonrisa que borró algunas de sus arrugas, sus hombros se irguieron y sus pies se dinamizaron... parecía como que había soltado su carga. Cada una siguió su camino y yo emocionada, agradecida y curiosa me volteé para mirarla una vez más, definitivamente ya no era la misma, ni yo tampoco, y de pronto ella también volteó a mirarme, me volvió a sonreír y ambas nos dijimos adiós con las manos. Han pasado ya algunos años desde esa mañana y probablemente la florista no recuerde el incidente, mas yo lo recuerdo porque cambió mi vida. Fue el momento y el canal que Dios escogió para decirme que en Espíritu y Verdad somos Uno, para recordarme que sólo el amor importa porque ese es el lenguaje universal del alma; desde ese día sé que el propósito divino se cumple ahí donde están las pequeñas grandes cosas porque nuestro propósito es dar de lo que tenemos compasiva, desinteresada y amorosamente, desde ese día soy más feliz y sonriente. ¡Gracias Dios por las floristas que devuelven sonrisas! ¿Y tú estás dispuesto o dispuesta a dar y recibir amor envuelto en sonrisas? Descúbrelo compartiendo un fabuloso tiempo de oración el 10 de septiembre en el Centro Unity ubicado en la Benigno Filomeno Rojas No.311, Ciudad Universitaria, Tel.: 809(689-6344).