AGENDA SOCIAL
El valor de la confraternidad
En tiempos donde la política parece girar en torno a cifras, encuestas y algoritmos, es vital volver la mirada hacia ese intangible que, a lo largo de la historia, ha sido la columna vertebral de las grandes transformaciones: la mística de una organización. Más que un valor abstracto, se trata de una fuerza viva, una capacidad compartida que cohesiona, moviliza y trasciende, realidad que en ningún otro espacio es más necesaria que en los partidos políticos.
Los partidos que convierten en máquinas frías de captación de votos están destinados al fracaso. Por el contrario, deberían ser comunidades humanas unidas por ideales comunes, donde el respeto mutuo, la solidaridad entre compañeros y la vocación de servicio se entrelazan para construir una cultura organizativa sólida. Esa cultura no nace de manuales ni se compra con presupuesto; se cultiva en la convivencia, en la entrega, en los pequeños gestos que consolidan el propósito colectivo por encima de los deseos individuales.
La historia está llena de ejemplos de organizaciones que, aun siendo pequeñas o contando con recursos limitados, alcanzaron grandes metas gracias a su espíritu de unidad. Movimientos sociales, sindicatos, partidos de resistencia, agrupaciones juveniles, estamentos que muchas veces se sustentaron en la fe inquebrantable de sus miembros a favor de una causa común, sostenida por relaciones de hermandad y compromiso.
En América Latina, por ejemplo, numerosos partidos progresistas nacieron en contextos de persecución y pobreza material. Se sostuvieron por el sentido de propósito, por esa llama interna que les ayudó a convertirse en fuerzas transformadoras.
Sin embargo, con el crecimiento, el poder y la burocratización, muchas organizaciones tienden a perder ese espíritu inicial. La política se profesionaliza, los vínculos se enfrían y las relaciones humanas se subordinan a cálculos estratégicos. El riesgo de deshumanización está siempre latente, extrayendo el alma de las organizaciones políticas. Y sin ésta, la institución se convierte en una estructura vacía, vulnerable al cinismo, a la fragmentación y a la desilusión.
Para recuperar la confraternidad dentro de las organizaciones políticas, lo primero es reconocerlo como una urgencia estratégica. Solo una organización viva, con vínculos fuertes entre sus miembros, puede resistir los embates del tiempo, reinventarse frente a los desafíos y reconectar con la ciudadanía.
Esto implica promover espacios de formación, diálogo, cuidado mutuo y reconocimiento, es decir, convertir la unidad en algo más que un concepto, traducirlo en un valor ético y en una herramienta política.
En estos tiempos de dispersión y desconfianza, cultivar la confraternidad puede parecer un acto ingenuo. Pero es justamente en medio del desencanto donde más falta hace creer en la posibilidad común. Si queremos partidos políticos con vocación histórica, debemos construirlos también como comunidades afectivas. Porque al final del día, más allá de las ideologías y los programas, las organizaciones que perduran son las que logran ser también hogares para sus miembros.