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Libres de metas

En el pasado, bancos centrales de países como el nuestro decían explícitamente cuál era su objetivo en cuanto al valor de la moneda nacional, usualmente en relación con el dólar estadounidense. En varias ocasiones en las que el dólar escaseaba, ese compromiso público condujo a que se aplicaran medidas drásticas para detener el aumento de su precio, llegando hasta imponer controles de cambio y el racionamiento de su venta.

Fueron tantos los fracasos y tan lesivas las consecuencias de esa clase de medidas extremas, que los bancos centrales optaron por no fijar objetivos respecto del precio de otras monedas, reemplazándolos por metas respecto de la tasa de inflación de los precios de los bienes y servicios en moneda local, estableciendo con frecuencia un rango considerado como aceptable. Eso no impidió que en países cuyos precios eran muy influidos por el costo de las importaciones, los bancos centrales continuasen muy atentos a las variaciones del dólar, prestos para actuar ante evidencias de inestabilidad. Esto así sobre todo porque se ha constatado reiteradamente la importancia de que las expectativas de las personas físicas y de las empresas sean estabilizadoras, en cuanto a que esperen que el valor de la moneda nacional no va a declinar abruptamente. Y se sabe que esa clase de expectativas es frágil como los árboles de un bosque. Toman muchos años para crecer, pero se destruyen fácilmente por causa de circunstancias adversas.

Pero desde hace algunos años, a los bancos centrales se les ha encomendado, aparte de mantener la estabilidad de precios, la tarea de crear condiciones propicias para el crecimiento económico y la creación de empleos, lo que ha puesto una gran presión política sobre ellos. Los bancos se fueron dando cuenta entonces de que mientras la inflación fuese baja, la intensidad de los reclamos públicos por el crecimiento superaba a la de los reclamos por la estabilidad. Eso motivó que algunos de ellos, incluyendo en naciones desarrolladas con monedas usadas para fines de reserva por otros países, antepusieran el crecimiento a la estabilidad. Y para ese propósito en uno u otro momento decidieron complacer los reclamos de que facilitaran la expansión de las actividades económicas, flexibilizando su política monetaria y poniendo en riesgo la meta de inflación.

Cuando algo así sucede, los gobiernos están felices con la actuación de los bancos, pero eso dura hasta que la moneda se deprecia y los precios aumentan.

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