¿Con qué razón y con qué derecho decís que no proceden los ministerios de Educación superior?

Los teóricos dominicanos de la Educación superior carecen de un sólido andamiaje intelectual. E incluso de vocación. No aman el conocimiento ni transmitirlo sino la paga y la distinción social que les otorga un carguito ministerial. Consideran que conocer algo de Pedagogía, la cual no es ciencia sino técnica porque, en realidad, lo que esta disciplina se atribuye como campo de estudio para pretender validación “científica” —los procesos de enseñanza y aprendizaje— corresponden a aplicaciones de saberes derivados de otras ciencias como la sociología, la neurociencia, incluyendo la del aprendizaje, entre otras menos vinculante que sorpresivamente aplican jamás y de las cuales han demostrado saber ni jotas.

El fracaso que en los índices de aprendizaje los sistemas educativos regionales experimentan puede explicarse por el fuerte impacto de la gestión educativa, el profesorado y la desarticulación de la educación de las realidades cotidianas y aspiracionales de la sociedad y los educandos. Ante esta escisión de vías , ha venido a surgir una afasia agnósica sistémica, entendida como patología educativa generalizada relativa a la incapacidad de aprender y enseñar del sistema y sus actores. Palabrería abundan, dejando como resultado el fango pestilente del fracaso. Lo cual nos lleva a plantear que los teóricos latinoamericanos de la educación no han sido más que fabuladores sociales y avezados políticos, oportunistas y corruptos. En los casos extremos, vulgares y engreídos “creadores de palabras”, como los definió Robert Nozik (Nueva York, n. 1938 - †2002) en su obra “Anarquía, Estado y Utopía” (1974), un liberal de derecha con el cual las izquierdas podrían coincidir al menos para acopiar y restablecer el rigor metodológico-científico necesario para articular políticas e impulsar procesos económicos-sociales con garantizada vocación de éxito.

Uno de los fárragos y modelos conductuales de esa retahíla de “teóricos” de la enseñanza es, primero, su satisfacción jubilosa con su calidad de intelectual colonizado. Antes que nada, exhiben títulos obtenidos en universidades foráneas, europeas y estadounidenses, cuyos sistemas educativos a nivel preuniversitario y superior se constituyen en sus referentes sagrados, al punto que dedican sus vidas a lograr posiciones para hacer de los sistemas educativos nacionales su expresión especular.

De aquí que afirmen, de sopetón, “Pocos países del mundo cuentan con ministerios de educación superior”. Sin embargo, ¿al menos trataron de explicar las causas de ese postulado? ¿Al menos regresaron a los siglos XVI-XVII para, con René Descartes (n. Francia, 1596 - Suecia, 1650), desatar la duda metódica que construye el saber gracias a la pregunta “Por qué”?

¿Por qué pocos países desarrollados poseen ministerios de Educación superior?

Hagamos notar que los “teóricos” nacionales de la Educación, con todo y sus títulos europeos, en su afán de engullir el Ministerio de Educación Superior, Ciencia y Tecnología (Mescyt) han, olímpicamente, ocultado a la sociedad que uno de los países que ha logrado el mayor y más rápido desarrollo educativo y científico técnico del mundo, la República Popular China, cuenta con una estructura similar desde la cual rige la educación superior, lo que la ha traído a ser seria competencia de las naciones de mayor desarrollo científico técnico, pues PIISA 2022 le confirió resultados cualitativos de alta puntuación en Matemáticas, rivalizando con Singapur —campeón en el área en ese año— y colocando los resultados chinos por encima de Japón, Suiza y los Países Bajos.

Poco se ha reparado en lo afirmado en nuestro artículo del pasado domingo: la educación superior tiene preeminencia sobre la preuniversitaria pues es el objeto del sistema educativo en general. Las exigencias de un mundo interconectado de saberes y tecnologías cambiantes demandan ciudadanos con una formación mucho más robusta, plástica y holística que la posible de obtener en el nivel preuniversitario.

Las educación posee, también, primacía histórica, evidente desde las precitadas Academia y Liceo griegos, los cuales no fueron los primeros modos de enseñanza superior histórica del mundo. También con la labor educativa de la iglesia desde la edad media, como se verá.

Cuando ante la Cámara de los Comunes del parlamento inglés, desde su nivel de educación superior adquirido en la escuela de Hertford y la academia religiosa de Londres y movido por su vocación humanista-filantrópica, John Howard (Inglaterra, n. 1726 - †1790) abocetó en 1774 el paradigma de la educación pública orientada a la rehabilitación de prisioneros, lo hizo concibiéndola herramienta para prevenir el crimen y devolver dignidad a quienes habían perdido su libertad aunque lo hacía más de medio siglo después que el rey Federico Guillermo I de Prusia estableciera la educación pública obligatoria en sus territorios, disponiendo la construcción de edificaciones para este fin, creando el primer sistema europeo de educación pública puede decirse que integral.

Al establecimiento de la educación pública en Prusia siguieron disposiciones similares en Francia, donde la Revolución Francesa constitucionalizó, en 1791, la educación primaria obligatoria para todos aunque fue Napoleón quien estableció la educación estatal integral, poniendo todas las escuelas, públicas y privadas, bajo el control gobierno, responsabilizando a la Universidad de Francia de su uniformidad y control, creando el primer modelo público de rectoría educativa y, nótese, ¡a nivel superior!, equivalente jerárquico a lo que hoy es un ministerio de Educación Superior.

Sin embargo, nuestros egresados de Francia con estudio en Educación han ignorado, hasta hoy, tan importante precedente y su rol unificador y rector rectoría del sistema y las iniciativas públicas colectivizantes desde la actividad educativa.

Inglaterra, por su parte, se dio su ley de Educación pública en 1870, posterior a Francia y a Prusia. Con Howard, la corona había dispuesto que todos los niños, desde los cinco años, debían asistir a una escuela, para lo cual creó un sistema de evaluación. Howard aportó una visión de lo educativo público que lo percibe como recurso terapéutico, orientado a restituir la calidad humana —o como en la antigua Grecia, “la virtud”— a quienes todavía un siglo más tarde Émile Durkheim (Francia, n. 1858 - †1917) consideraba, desde su noción de Anomia, exponentes de una enfermedad social o irregularidad extirpable desde el castigo, según planteó en sus libros “La división del trabajo social” (1893) y “El suicidio”(1897).

Resultados más ambiciosos se habían logrado en Francia y en Prusia donde los reformadores ilustrados convencieron a los republicanos y a las monarquías de la necesidad de formar ciudadanos iguales y fuerzas laborales calificadas capaces de actuar sujetos a los fines sociales, a la pertenencia al colectivo y observadores de la ley.

La educación superior, actividad con rieles propios desde la antigüedad

Cuando los reinados, monarquías absolutistas y las repúblicas modernas recurrieron a la educación pública general a nivel primario y “preuniversitario” lo hicieron con el mismo interés: la formación de los vasallos, para el nivel inicial; y de los ciudadanos, militares y gobernantes, en el nivel medio y superior.

El fin político pragmático, de utilidad económica social, de la educación pública obligatoria, como factor que compacta el Estado, no está en discusión ni podría estarlo. Lo que no está claro es la diferencia cardinal sobre a quienes forman cada una. La superior forma a los líderes sociales. Así ha sido desde la antigüedad pues educar a nivel superior fue, hasta el surgimiento del Estado Moderno y las democracias, un privilegio de las aristocracias. Algunas iniciativas europeas, como la inglesa, incluyeron como objeto colectivizar a sus súbditos y ciudadanos desde la educación inicial. La coincidencia en los mismos espacios, tiempos y actividades escolares públicos obligatorios recibiendo la misma “información”, procuraba que las diferencias entre las personas de diferentes orígenes y abolengo mermara, dando paso a interrelaciones favorables para el auto y mutuo reconocimiento, a una identidad colectiva colocada por encima de las diferencias socioeconómicas que, además, facilitaba la promoción social vinculada a la meritocracia, el talento, el servicio público y las “conversaciones” entre pares: la identidad nacional. Fin colectivizante al cual se opuso John Stuart Mill (Inglaterra, n. 1806 - †1873), miembro del partido liberal, anti esclavista, propulsor de los derechos de las mujeres y partidario del colonialismo inglés. Mill subsumió la educación en su concepto general de Libertad, es decir de la condición y derecho de la gente que pone límites al poder que el Estado puede ejercer sobre los individuos y según la cual sólo garantizando la libertad de las personas las instituciones políticas y sociales podían moldear el carácter nacional para que los ciudadanos pudieran hacer realidad los intereses colectivos y los suyos. De aquí que tal planteamiento resulte incoherente con la educación pública obligatoria y general ya que a esta se imputa capacidad de potenciar las opciones liberadoras de la gente.

Reiteramos: notemos que son personas altamente instruidas, poseedoras de un acervo científico y filosófico, líderes en sus respectivas épocas y comunidades, quienes construyeron el paradigma educativo, a contrapelo o no de la educación pública. Es por ello que resulta ilógico que desde los ámbitos de la rectoría pública de la educación se pretenda erosionar esas fuentes contributivas.

Hemos argüido que la inexistencia de rectoría del sistema de educación superior en la mayoría de las naciones es puro espejismo, especialmente en las desarrolladas. Esto porque poco se repara en que la Educación superior recorrió un camino continuo, progresivo y diferente al de la educación pública general o preuniversitaria. Cuando esta opción de servicio público surgió a finales del siglo XVIII y principios del XIX en Europa, desde las monarquías constitucionalistas, al absolutismo o a las nacientes repúblicas, el Estado no consideraba que debía participar en algo que había existido desde hacía siglos. El saber superior occidental heredado de la antigüedad no desapareció con la caída de Roma. Mutó, como se sabe, hacia diferentes puntos, tejiendo una linealidad relativamente antípoda entre Roma, Bizancio y Persia. Aunque en apariencia la Filosofía perdió o debilitó sus vínculos troncales con el saber forjado desde el empirismo para dar paso al razonamiento escolástico, la evolución arquitectónica y militar que se registra desde el siglo IX en adelante en Europa y el Oriente Medio da cuenta del desarrollo en el conocimiento de los materiales y las técnicas constructivas y militares desde entonces, actividades en las cuales el saber superior se manifestó vigente, aunque carente de la estructura como se le conoce hoy.

Al pensar en la obra de Santo Tomás de Aquino (Italia, n. 1224/1225 - †1274), especialmente en la fuerte metafísica de sus llamadas Summas teológicas (“Summa Theologiae”: 1265-1274; “Summa contra Gentiles”: 1260-1264 y “Scriptum super Sententias”: 1252-1256) es imposible obviar su profundo estudio de las obras de Platón y Aristóteles, y el sensible influjo que sobre él ejerció este pensador, por su método racional deductivo, siendo, junto a Agustín de Hipona (Argelia, n. 354 - †430), el puente a través del cual las aguas del saber antiguo fluyeron hacia el medio evo para fundar el doctrinario católico hasta eclosionar, desde una escolástica interesada en el conocimiento profundo del alma humana y en las formulaciones conductuales y racionales de la virtud, en el portentoso sistema escolástico que imbuiría en su idealismo deísta toda existencia o realidad. Lo importante en ellos es su alto grado de formación. En tanto Santo Tomás había estudiado formalmente en la Universidad de París, el hambre de saber había llevado a Agustín de Hipona a ciudades como Tagaste, Madaura (Numidia) y Cartago en las que estudió filosofía, letras, gramática, retórica, teatro, adoptando el maniqueísmo como doctrinario que, según sus Confesiones, no satisficieron su hambre de saber. Su formación era tal que más tarde su amigo y protector Símaco, prefecto de Roma, lo designó “magister rhetoricae”, acto mediante el cual podemos saber que Roma asignaba a sus perfectos el poder de conceder lo que serían hoy, más que reconocimientos oficiales, títulos educativos de grado superior.

Tanto Agustín de Nipona como Tomás de Aquino se dedicaron a sistematizar la filosofía y Ética sobre la cual se levanta el catolicismo en el cual el tema dominante es la del cristiano, entendido como ser virtuoso a causa de su apego a las ordenanzas de Dios y de la Iglesia. Se trata, como puede verse, de la adecuación, al código escolástico y al credo cristiano, de la idea griega de virtud definitoria del kalokagathos, con la particularidad de que que el idealismo inmanente en este sistema filosófico renegaba la experiencia sensual como fuente de conocimiento para remitir a una otra verdad que no requería registros empíricos ni referentes existenciales o materiales para validarse porque remitía a Dios, el gran espíritu de lo abstracto, desde el “discurso interior”, la meditación y la contemplación.

Como vemos, desde Roma, las autoridades o el Estado regulaban los títulos “universitarios” que acreditaban a las personas portadoras de conocimientos y habilidades de nivel superior.

Una función que, como hemos visto con Tomás de Aquino pasó a las universidades, después de emanar de los monasterios donde la Iglesia Católico empezó a asumir la labor de acreditar, mediante distinciones canónicas, el valor “profesional” de las personas, monarcas y eclesiásticos, mostrando que durante todas las épocas ha existido una gestión más o menos oficiosa, más o menos oficial, de la educación superior y que en esta función la iglesia destacó por su énfasis en educar a las poblaciones sobre la Fe construida mediante sus Catecismos.

De manera que cuando llegó el siglo XVIII, momento en que el paradigma de la educación primaria pública obligatoria y universal toma cuerpo, la educación superior ya tenía sus mecanismos de gestión, de rectoría y validación a través del rol destacados de sus “egresados” en las diferentes actividades de las instituciones, los gobiernos, los ejércitos, los talleres y la sociedad.

No les fue necesario, pues, crear instituciones para regular lo que estaba regulado, para promover lo que se promovía ni para gestionar lo que se había construido durante largos de siglos, de modo eficiente y cada vez más robusto: sistemas operativos, de control y de validación refrendados por los resultados sociales de las actividades de los profesionales.

Sin embargo, en los países en vías de desarrollo, esa no fue la historia. Santo Domingo es un ejemplo de ello. Aquí la formación temprana de la Universidad Santo Tomás de Aquino, hoy Universidad Autónoma de Santo Domingo, en 1538, por efecto de la bula papal In Apostolatus Culmine del Papa Paulo III, continuó las labores formativas de un equipo de hombres con capacidades superiores en el saber porque, recuérdese, aquí se estableció el primer centro rector de la formación religiosa y militar que, mediante acopio de información y planificación estratégica y logística, concibió, preparó, avitualló, planificó y despachó las conquistas de tierra firme a partir de 1509. También que, por el lado la dimensión humanitaria, la oportunidad de formar personas virtuosas no ha quedado mejor ejemplo que el “Sermón de Adviento” (La Española, 1511), resultado de que Fray Antón de Montesinos vino a dar con sus huesos a la Isla, junto a un militar que decidió, a partir de la experiencia empírica, el testimonio y comprobación directos, impulsar la justicia a favor de los diezmados indígenas: el padre Las Casas.

Entonces, ¿”Con qué razón y con qué derecho” pretendeis que es irregular, a histórica o geográficamente inválida, improcedente, irregular o extemporánea la existencia de un ministerio desde el cual el gobierno del Estado regule y fomente la educación superior, las ciencias, la tecnología y la investigación?

Sólo mediante el robustecimiento de una entidad así el Ser dominicano que late en los dominicanos de bien puede aspirar con certeza a realizar su destino y aspiración: ser virtuoso, más capaz, más justo, más civilizado, más eficiente, más fortalecido y mucho mejor.

Incluso un corazón de piedra debería sangrar ante semejante espectáculo.

JOHN HOWARD, 1879.

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