El dedo en el gatillo
El lado claro del imperio
La ciudad de Nueva York es un androide mutante. El presente la ha transformado en lo que nunca imaginó. Pero como digo una cosa, digo otra: jamás pensé encontrar en ella tesoros escondidos, ni dólares flotantes, ni árboles voladores, ni guarderías popularistas. Tampoco ese aire abismal que separa a los humanos de los grandes humedales. Tampoco porté el ojo del turista. La visité con lentes oscuros para solo indagar donde comenzó el gran sueño en “el país de las oportunidades”.
Mi propósito siempre fue recorrer sitios emblemáticos que marcaron a la humanidad en un momento de su historia. Un sueño transformado hoy en nido de gallos y gallinas, pero sueño al fin porque el mundo es demasiado irresistible para entrar en la Gran Manzana sin salir ileso de sus garras.
Es cierto que ayer, por el río Hudson entraron delincuentes, matones y mafiosos como Lucky Luciano junto con gente humilde y emprendedora. Hoy se ha ampliado el diapasón y a pesar de llegar por aire, mar o tierra, emigran narcotraficantes, asesinos y gentes variopintas. Siempre es igual y separar la hojarazca del pajal es tarea a ejercer por el país que los recibe. No hay de otra. Ayer se hacía con menos riesgo, pero hoy, la política de “entren tó” lastra lastra a Norteamérica. No refiero a nadie, ni a gobiernos, ni a movimientos políticos. Solo explico la orfandad humana.
Mis lugares preferidos no fueron escogidos al azar. Siempre pensé llegar a ellos y escribir una parte de su historia, aunque hoy aparece con lujo de detalles en internet como si con ese paso se hubiera descubierto el Atlántico. Pero mis palabras difieren de Google por buen trecho.
Frente a la Estatua de la Libertad, volví a aquellos tiempos donde el oro y la plata valían lo mismo que un litro de ron o un plato de comida en un restaurant de clase media. No entré a ella como lo hicieron aquellos barcos repletos de inmigrantes europeos (sobre todo franceses, italianos, chinos y judíos) en busca de la tierra prometida. Muchos llegaron solo con sus ropas puestas y comenzaron a levantar esa ciudad. Formaron los primeros condados y trabajaron sin descanso para quitarle a las palomas las migajas de pan que las señoras ilustres lanzaban todos los días por sus ventanales. Por ello el gobierno de Francia obsequió ese hermoso homenaje y que los norteamericanos situaron en el mismo sitio por donde entraban los barcos al río Hudson: un pequeño islote que anunciaba la llegada a un país formado por legiones de inmigrantes, desde los tiempos del Mayflowers.
Subí hasta el piso 86 del Empire State, en medio de frialdad incontrolable por el vendaval que bajó la temperatura hasta los menos seis grados, y desde allí, con el pelo revuelto, contemplé la caída del sol.
No fui en buscade King Kong, ni de deslumbramientos apoteósicos. El Empire State fue el primer rascacielos de la historia y supo saltar del mapa y servir de punto de partida a las torres desafiantes del presente. El edificio todavía huele a un tiempo que no podrá morir, desde sus porteros uniformados hasta los guardianes del orden. Es un retrato del debido respeto por lo que fue y ha quedado a pesar del rumbo incontrolable la historia.
Broadway es un referente universal. Del espectáculo máximo. Recibe con el mismo entusiasmo a intelectuales y gentes de diversos estratos. La función de “Aladdín” en el New Amsterdam Theare es hipnotizante. Dividida en dos partes, con un intermedio, como en los viejos tiempos. No hablaré de la obra como tal, pero referiré que Broadway es Broadway, la matriz de la perfección de la comedia musical donde brillan la danza, la música ligera y la destreza actoral hablan de su prestigio. En esta obra, la orquesta dirigida por Michael Kosarin se encarga de cuidar los ecosistemas culturales de todo tipo. Sabe esa orquesta que “Aladdín” no es un ripio para aclamar multitudes. Por eso lleva diez años haciendo de las suyas junto a los nuevos negocios de comida rápida que pululan alrededor del New Amsterdan Theatre.
La fama de Broadway se resume en tres calles donde cada noche se presentan funciones de nivel. Sus teatros se iluminan, función en función, con descanso cada lunes. Algunas de sus obras más connotadas encontraron su espacio allí. Desde “El rey León, pasando por “Cabaret”, Chicago”, “A Wonderful World”, “El gran Gabsy” y “Wicked”, entre otras que han puesto a soñar a varias generaciones. Broadway es algo distinto. Sus teatros conservan los mismos escenarios de ayer. Traen al presente, entre mármoles y maderas preciosas, la marca dorada en algunas butacas que ocuparon celebridades.
Por último y tal vez lo inaudito vive en los subterráneos de la ciudad. El Metro de Nueva York por donde cruzan a diario, unen los condados de la ciudad. La primera de todas se inauguró junto al siglo XX, cuando todos andábamos de pascuas. Nueva York es factura de aquellos soñadores que llegaron al país con la idea de buscar algo nuevo para sobrevivir. Hoy, sin embargo, son rechazadas aquellas hordas populares que solo desean vivir como Dios manda. Y ayudar a ese país a seguir creciendo.