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La estrechez conceptual del daño extrapatrimonial
No sin antes considerar que la actuación administrativa le causó daños antijurídicos de tipo extrapatrimonial al accionante, una sala del Tribunal Superior Administrativo condenó al órgano demandado a repararlos. Sin embargo, el quantum de la indemnización, por irrisorio, resultó humillante para la víctima.
A decir verdad, rarísimas veces el monto del resarcimiento guarda proporción con la lesión sufrida o los sinsabores experimentados, sobre todo cuando alteran el devenir cotidiano o la proyección de vida de la persona. El quebradero de cabeza viene de lejos. El 22 de septiembre de 1976, en un artículo de opinión publicado en el Listín Diario, el Dr. Jottin Cury se quejó amargamente de que los jueces no evaluaban, en su correcta dimensión, la magnitud de los perjuicios morales.
Permítasenos transcribir parcialmente lo que el extinto jurista sostuvo hace 49 largos años: “[…] nuestro acreedor delictual o cuasidelictual tiene que conformarse con degradantes migajas. Igualmente, la reparación por violación de obligaciones contractuales se halla encerrada en ese círculo asfixiante y estrecho del art. 1150 del Código Civil, interpretado con criterio de mercader por los llamados a aplicarlo”.
Concluyó exhortando a los pretorios de la época a superar la estrecha concepción del daño que, penosamente, aún prevalece: “Es hora ya de que nuestros jueces… reaccionen, aprestándose a conceder, si no con largueza, por lo menos con un más adecuado sentido de equidad los daños y perjuicios que se les demanden”. Nadie ignora que la cuantificación del pesar es invaluable, toda vez que múltiples variables entran en juego.
Ahora bien, eso no significa que el arbitrium iudicis, como también se le llama al margen de apreciación o discrecionalidad del juzgador, mida con el rasero del capricho el interés jurídico de la víctima, y más concretamente, su esfera íntima. Los años siguen desprendiéndose del calendario de la vida sin que atinemos a situarnos, con sentido humano, en la posición de quienes peticionan la reparación, menospreciando el daño moral infligido y, desde luego, su vida de relación.
Nos referimos al perjuicio que se proyecta en “la disminución o deterioro de la calidad de vida de la víctima, en la pérdida o dificultad de establecer contacto o relacionarse con las personas y cosas, en orden a disfrutar de una existencia corriente, como también en la privación que padece el afectado para desplegar las más elementales conductas que en forma cotidiana o habitual marcan su realidad”, como los ha definido la Sala de Casación Civil de Corte Suprema de Justicia de Colombia.
El concepto devaluado de los bienes jurídicos que pertenecen al ámbito personal, del honor, buen nombre e imagen propia, explica la marginación del daño a la vida de relación que, por lo general, se refleja sobre los miembros más próximos de la familia del ofendido y que, en la doctrina comparada, se conoce como daño de contragolpe.
El art. 59 de la Ley núm. 107-13 reconoce como daños indemnizables “los de cualquier tipo”, evidenciando el interés del legislador de atemperar la más mínima consecuencia que de una actuación u omisión administrativa antijurídica pueda derivarse, sin excluir la afectación de la actividad social no patrimonial de la persona. Ciertos autores se niegan a concebir la reparación acordada en favor de la víctima como “indemnización”, alegando que el dinero no retrotrae los sufrimientos, o mejor, porque no la coloca en el momento previo al perjuicio ocasionado.
Lo sea o no, al tratarse de bienes jurídicos constitucional y convencionalmente protegidos, urge ensanchar el concepto sobre el daño extrapatrimonial y ajustar los montos judicialmente fijados a título de reparación con la realidad económica de estos tiempos. ¿Cómo deben evaluarse? Alejandra D. Abrevaya afirma con propiedad que “[…] medir el dolor, la congoja espiritual es prácticamente imposible, y no existen ni pueden existir pautas concretas en términos dinerarios. Es tratar de objetivar lo que tiene y solo puede tener su génesis en lo subjetivo”.
La posición de José Esteve Pardo es parecida: “No están en el mercado y no pueden, en rigor, ser objeto de valoración económica, pues no puede tomarse precio de referencia alguno en base a (sic) los mecanismos de la oferta y la demanda”. Lo expresado por uno y otro es la pura verdad, porque el valor de los bienes intangibles no está tarifado. En lo que hay consenso es que el dinero, si bien no desvanece la aflicción ni el desconsuelo, sí puede atenuarlos.
“Es mejor un dolor con dinero que sin él”, señala Alberto Tamayo Lombana con vigoroso acierto. De su lado, Boris Starck, con su preclara genialidad, entiende que “El dinero cura tanto las llagas físicas como las morales”. El dilema para el formidable civilista francés es otro: “¿Cuánto vale un brazo perdido, el ojo o los dos ojos, o cualquier otro daño corporal? ¿Cuál es el precio del dolor, el precio de las lágrimas, el del perjuicio? ¿Cuál es el costo del honor o el de los ataques a la vida privada? ¿Cómo evaluar el monto de las pérdidas de una oportunidad?”.
Estamos contestes en que no existe barómetro ni instrumento exacto que los mesure, y es justamente esa “imposibilidad de una evaluación precisa que le da al juez poderes soberanos en esta materia”. Como dijimos, esa libertad de apreciación no equivale a arbitrariedad, sino a arbitrio en función de la sensatez y la equidad. De ahí que el juzgador prudente debe colocarse en el lugar del agraviado como forma de racionalizar la potestad discrecional de que goza.
Para decirlo de otro modo, es asunto de meterse en el pellejo ajeno para dimensionar el perjuicio ocasionado. Si, por ejemplo, lo que se afecta es la honra o buen nombre, la manera más idónea de aquilatar el daño provocado por la propagación de lo que sea que se haya dicho o escrito, es poniéndose en el lugar de la víctima. De hecho, una parte de la doctrina se inclina hacia el carácter punitivo o ejemplarizante de la reparación, considerando que debe ser proporcional, no al perjuicio sufrido, sino a la falta que se castiga.
Carlos A. Parellada es de los que aconseja “poner el énfasis en la conducta del ofensor más que en los padecimientos de la víctima”. En suma, cualquiera que sea el criterio de valuación con el que se identifique el juzgador, lo importante es que no comulgue con la estrechez conceptual sobre el daño extrapatrimonial que tanto desmotiva a quienes lo sufren a proceder contra sus victimarios, y que los montos que imponga no sean nimios, sino justos como exige, entre otras normas, el art. 4.10 de la Ley núm. 107-13.