SIN PAÑOS TIBIOS

El espíritu de lo público

El Estado es la máxima concreción teleológica del poder y en él se refleja a plenitud su naturaleza, porque, desde que comenzamos a caminar a orillas del lago Turkana, hasta la Paz de Westfalia, después de la lucha por la supervivencia, toda la lucha de la humanidad es la lucha por el poder… como si acaso una no fuera parte intrínseca de la otra.

El poder es el instrumento a través del cual los seres humanos expresan su necesidad de imponerse y dominar… pero, superados los estadios tribales; monárquicos o teocráticos; ya sea en dictadura o democracia; capitalismo o comunismo; en la modernidad –y aun en la posmodernidad–, el poder se legitima sirviendo.

Se puede ejercer el poder de la manera más autocrática y despótica posible, pero, sin importar país, régimen o cultura, el poder se sostiene en la medida que pueda ser asumido y validado por los gobernados como beneficioso a sus fines. Aunque la propaganda, la posverdad y la manipulación mediática ayudan, en sentido general, la gente tiene que sentir que quien ejerce el poder lo hace en nombre de elevar la calidad de vida de todos. Sin esa creencia generalizada y asumida, todo el terror no es suficiente para sostener ningún régimen.

En nuestras seis décadas de democracia post trujillista, ningún problema esencial y estructural de la sociedad dominicana ha sido resuelto. Ninguno. Tenemos los mismos desafíos de energía, seguridad, salud, educación, etc., pero no ver el medio vaso lleno sería mezquino, derrotista e injusto.

Tenemos los mismos problemas, es cierto, pero gobierno tras gobierno, partido tras partido, presidente tras presidente, lentamente vamos resolviendo pequeños problemas que nos acercan a la meta. Avanzamos lento, pero avanzamos.

Cada cambio de gobierno/partido resulta traumático; siempre ha sido así, es parte de nuestra naturaleza conchoprimista. Romantizamos en el presente los gobiernos anteriores, pero destilamos los recuerdos y nos quedamos sólo con los momentos agradables. Olvidamos que, en mayor o menor medida, los presidentes anteriores pecaron en algunas ocasiones de no dar continuidad de Estado a las obras de sus predecesores; que construyeron el discurso legitimador de su presente sobre la base de la negación y rechazo al discurso y acciones de los anteriores.

Quizás el mayor error –y el peor desacierto desde el 96 hasta acá– ha sido esa penosa falta en la que todos han incurrido de negar participación, conocimiento y comunicación a sus predecesores. Como país nos damos el lujo de tener junto con Abinader, a los tres presidentes que han orbitado, gravitado e incidido en los destinos nacionales durante los últimos 29 años –Leonel, Hipólito, Danilo– vigentes y presentes, y, lejos de verlo como una retranca, deberíamos verlo como una oportunidad de aprendizaje y de construcción de los grandes consensos sociales que demandan estos tiempos turbulentos y aciagos que vivimos.

A propósito de Estados Unidos, que el manejo de su clase política presidencial nos sirva de ejemplo. 

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