El dedo en el gatillo
Un escritor llamado Rubén J. Triguero
En el transcurso de mi primera visita al país en 1989, visité la Biblioteca Nacional “Pedro Henríquez Ureña”. Allí conocí a su entonces director, el escritor Antonio Fernández Spencer.
Amable, gentil y complaciente me recibió en su despacho y después de las acostumbradas presentaciones, me obsequió su reciente antología poética, con dedicatoria incluida. Era un volumen de más de trescientas cincuenta páginas.
Tuve la indelicadeza de abrir el tomo por el final y leí el último poema del volumen. Después, hojee el libro y me detuve en su mitad y disfrute, al azar, otro texto. Un poco más adelante hice lo mismo, mientras el laureado escritor no dejaba de mirarme con cierta extrañeza. Al final cerré el volumen, lo miré de frente y le dije:
-Me he acostumbrado a leer antes de enjuiciar. Y usted es un gran poeta.
Antonio Fernández Spencer me sonrió con esa modestia propia de quienes no desean escuchar demasiados elogios sobre su obra, se me acercó, colocó su mano sobre mi hombro y me invitó a recorrer las distintas salas del espacio. Todavía los tesoros bibliográficos allí reunidos le daban la espalda al comején y a la carcoma.
En mis días cubanos, al terminar la lectura de la novela de Manuel Cofiño “La última mujer y el próximo combate” quedé deslumbrado por la forma de su escritura. La historia lineal se engarzaba con viñetas sobre la zafra, la vida, el paisaje y la reflexión del protagonista. Se inauguraba una forma poco común de narrar en las letras cubanas con independencia de que algunos le señalaron cuestionables influencias con el realismo socialista. Siempre he defendido esa novela, incluso al propagarse un falso rumor acerca de la apropiación del autor de esas viñetas pertenecientes al poeta Roberto Branly. La mezcla de estas estampas con el texto narrativo, le otorgaban otro aire a la lectura del libro. Cofiño sufrió envidia y celo de pandilleros literarios y sus acólitos de moda por aquel entonces, dolidos porque un autor poco conocido mereciera, por unanimidad, el codiciado premio Casa de las Américas, el más ansiado entonces por los autores cubanos y latinos.
Todo esto viene a cuento porque acabo de recibir un ejemplar del poemario “La incierta belleza del viento” (Salamanquesa editores), del poeta español Rubén J. Triguero, libro antecedido por unas palabras introductorias, escritas en menos de dos días y en donde intento exponer algunos valores de la obra. Rubén también es fotógrafo notable y la portada de esta obra es suya. Comencé a leer ese poemario de forma manuscrita, tal y como hice con la antología poética de Fernández Spencer, décadas atrás: por el final. Sus editores se encargaron de recibir mi prólogo y este se imprimó de forma inmejorable.
Conocí a Rubén por su poesía, aunque supe de su matrimonio con mi entrañable amiga e inolvidable pasante de Listín Diario, María Esther Campusano. Ambos procrearon a Clarita, una niña brillante.
No acostumbro a mezclar mis relaciones personales con literatura, y mucho menos, con autores cercanos a mi reducido círculo cercano. Rubén no es mi amigo. Tampoco lo son columnistas fijos de Listín Diario de ayer y de hoy. Son colaboradores habituales que prestigian el suplemento Ventana donde escriben cada semana sin cobrar un centavo. Los respeto, los protejo, los admiro y los defiendo porque exponen ideas controversiales que merecen la atención de la sociedad.
Sin embargo, con Rubén me sucedió algo curioso. He leído sus anteriores publicaciones, todas bajo el sello de editoriales pequeñas. Estas casas han creído en su obra: la promueven y no buscan prebendas por sacarla a la luz, ni por difundirla.
Lamentable, en España, muchas grandes editoriales atienden más la faceta comercial de una obra antes de publicarla. Y claro está, también por el nombre del autor y su índice de ventas. Gastan para recuperar la inversión, obtener ganancias e ignorar lo que se hace en el resto del mundo así como por autores locales emergentes. Aplican un principio cruel: cada cual hace con si dinero lo que le da su real gana. No se arriesgan a descubrir autores en países pequeños o poco conocidos.
Volviendo a Rubén y a su obra, su poesía no es la epopeya de pajaritos cantores; ni de flores amarillas que caen del cielo; ni de sentimientos a flor de piel. Tampoco contiene espacios deslumbrantes, ni traumas redentores. Es una poesía reflexiva, polémica y madura. Abarca los problemas de la gente, esos que agobian al hombre y la mujer del siglo XXI que luchan por ser distintos, vivan donde vivan. Rubén canta a la tragedia cotidiana. Lo hace con desnudez recóndita, con imágenes y metáforas profanas. No espera nada a cambio porque sabe que la fama es pasajera y corre al lado de aquellas obras que pueden ser adaptadas, con el paso del tiempo, a las nuevas realidades. Pero la suya, no aspira a eso. Y también trascenderá porque sabe tocar donde nos duele.