LIBRE-MENTE
Red de mentiras y falsedades monetizadas
Brain rot (cerebro podrido) es la palabra del año 2024, según el Oxford English Diccionary. Describe el desgaste, y probable deterioro mental, causado por el abuso de la información basura y de los contenidos triviales. El impacto que provoca consumir, en redes y pantallas, cantidades colosales de información con baja calidad y contenido chatarra.
Mientras la verdad ilumina, la mentira no tiene por qué recortar sombras, decía Nietzsche. Toda mentira, hueco en la penumbra, es la exaltación oculta de lo no iluminado. Sin embargo, pese al lado oscuro de su coraza, la mentira puede ser atractiva y perdurable.
Hanna Arendt adujo que la modernidad la transformó en figura pública. Sobre aquello, la posmodernidad logró hacerla global. Manifiesta, en modo parejo, la idea de una época, circulando sin estorbos, prácticamente normalizada.
Delata una acción vulgar pero no simple, pues, comúnmente es intencional; un acto contra-ético, llamaría Derrida. Mentir es la otra cara de la deshonestidad. En efecto, querer decir la verdad es su opuesto en tanto apela a un significante diáfano, la veracidad.
El elogio de la mentira retumbó desde que esta superó la casualidad: no es que haya convertido la verdad en otro mal, sino que la volvió, para muchos, menos imperativa, más innecesaria y circunstancial. Nos permitimos mentir en la red, sin consecuencias, reprobación ni responsabilidad moral inmediata.
Gracias al flujo digital, el presente es un escenario modular hipertransparente donde las redes tejen una telaraña infinita y lúdica. La tecnología no es sinónimo de maldad, apenas exacerba y potencia algo que ya existía: la autorreferencialidad subjetiva, el boom idealizado del yo.
Vivimos el tiempo de la palabra rebajada, los sentimientos evasivos, las sensaciones crispadas. No hemos (des)evolucionado: trajimos la mentira hasta aquí y ahora la consentimos irreprimible, rentable y masificada. Aventajada, suele disfrazarse con la verdad, mientras dure el relato o desgasta su espesura.
Millones de seguidores cuentan con la presunción de veracidad del seguido, a riesgo de la fantasía, el bulo y la frivolidad. Cuando desaparece la actitud crítica, tampoco es imprescindible la credibilidad. Muerta la veracidad, cualquier cuento será aceptable si al menos nos tranquiliza, escribe el neurocientífico barcelonés Óscar Vilarroya. Manipulación, engaño y fakes news alimentan emociones un tanto peligrosas: el miedo, el odio, la ira...Acomodándose, creando patrones de comportamientos que erigen lugares espontáneos de compraventas, las ideas incluidas.
Una parte de los humanos, en todas las épocas, ha preferido no saber demasiado, y en su lugar, reforzar sus propias creencias, adentrarse en el hermético fortín del ego solitario. El poderoso atractivo que adorna los relatos ficticios los convierte en burbujas narrativas con seguidores sectarios, crédulos, más o menos voluntarios.
El “follow me” funciona como punto final del padrenuestro digital.
El “like”, cual amén que culmina cada oración, sagrada o pecaminosa, religiosa o seglar.
Más que cinismo e inconsistencia por lo difundido, mentir equivale al mecanismo en que se ha llegado a vaciar el alma de lo verídico y, libre de remordimientos, (con) fundirlo con el engaño y la falacia virtual. La verdad sigue siendo trascendente, pero no viaja sola ya.
Cuando el célebre Mel Gibson asegura, en uno de los podcasts más populares de América (Joe Rogan), que “la ivermectina y el fenbendazol (antiparasitarios tóxicos), curaron de cáncer a tres de sus amigos”, no sabríamos si se trató de un bulo sobre otro bulo atribuido al actor, si en realidad fue dicho por quién lo dijo, o si lo presumiblemente afirmado correspondió, con exactitud, a la frase divulgada que invadió redes globales y que, contra toda evidencia científica, fue dada como hecho probable.
De momento el mundo perdió la noción kantiana de “la cosa en sí”. Forzosa, la coyunda entre certeza y falsedad avanza, con meras diferencias atendibles o ponderadas.
Vivimos metidos en la inextricable red de falsedades que se convierten en mentiras monetizables. La holgada ventaja que ostenta la falsedad (falsedad pura, ignorancia o majadería) descansa en su grado cero de compostura moral.
La muerte de la verdad dejó de ser una frase: encierra un ritual que despojó de vida a los hechos verdaderos, la sensualidad de la belleza, la integridad de la verdad, la crudeza de lo real.
La naturalización de lo falso cundió desde que el hecho quedó subordinado a la emoción insensible y constante. El delirio por la notoriedad acabó con la vanguardia. Si antes la verdad fue revolucionaria, la mentira alienta ahora una subversión nihilista, protofascista y reclamada libertaria…