OBSERVATORIO GLOBAL
El dilema de Venezuela: Diálogo o violencia
De conformidad con un comunicado difundido por el Palacio del Eliseo, en París, los presidentes Enmanuel Macron, de Francia, y Luiz Inacio ‘Lula’ da Silva, de Brasil, exhortaron al presidente Nicolás Maduro, tras su juramentación para un tercer periodo consecutivo, a retomar el diálogo con la oposición para “facilitar la vuelta a la democracia y la estabilidad en Venezuela”.
Sostuvieron la necesidad de construir un espacio de negociación que permita un desenlace pacífico a la crisis política que afecta al país sudamericano, al tiempo de expresar su voluntad de servir de vehículos de canalización del diálogo entre las partes.
Luego de la crisis del 2018, en que también se acusaba al gobierno de Nicolás Maduro de haber incurrido en fraude electoral, la tensión política llegó a polarizarse a tales extremos, que parecía existir una dualidad de poderes.
En efecto, la Asamblea Nacional, controlada por la oposición, después de su triunfo electoral en el 2015, escogió a Juan Guaidó como presidente interino, recibiendo respaldo de 60 países en el mundo.
De otro lado, Nicolás Maduro continuó en el ejercicio gubernamental correspondiente al periodo 2018-2024, que recién acaba de culminar. Así, acontecía que mientras uno gobernaba con apoyo exterior, el otro se sustentaba en sus fuerzas internas.
No había comunicación alguna entre gobierno y oposición. Sin embargo, con miras a las elecciones celebradas en julio del 2024, empezaron a sostenerse conversaciones entre los principales líderes de ambas tendencias.
Se produjo un diálogo político de dirigentes venezolanos en Noruega. Luego, en México; después, en República Dominicana; y finalmente, en Barbados, donde se acordaron medidas para garantizar elecciones justas y transparentes en la patria de Bolivar.
Podría preguntarse: ¿Para qué sirvieron todos esas gestiones diplomáticas si al final, como se afirma, se desconocieron las garantías electorales, deslegitimando el proceso, al no presentarse las actas de escrutinio indicando la cantidad de votos obtenidos por cada uno de los candidatos?
El espejo dominicano
La experiencia electoral de la República Dominicana a partir de 1966 revela que la democracia constituye un proceso de avances y retrocesos, hasta que logra, en el tiempo, consolidarse en términos institucionales.
Para un sector importante de la sociedad dominicana, los comicios efectuados en 1966 resultaron ser un fraude electoral, apoyado por fuerzas externas, en detrimento de la candidatura de quien se había erigido en símbolo de la revolución constitucionalista de 1965, el profesor Juan Bosch.
En 1970, debido a la falta de condiciones adecuadas para la realización de elecciones, el Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y otros sectores de oposición se abstuvieron de participar.
Cuatro años después, en 1974, era evidente que el bloque opositor, representado por el Acuerdo de Santiago, saldría triunfante de la consulta electoral de ese año. Sin embargo, 48 horas antes de la apertura de las urnas, el oficialismo lanzó militares a las calles con banderolas rojas, lo que obligó a una nueva inhibición de la oposición.
Para 1978, las circunstancias nacionales e internacionales habían cambiado. Prevalecía un desgaste del gobierno y un deseo de cambio por parte de la mayoría de la población. Empero, una vez más, hubo un intento de retener el poder mediante subterfugios no democráticos.
Las presiones internacionales, sin embargo, obligaron a la negociación. En esas circunstancias, el gobierno saliente se gestionó el control del Senado de la República, con lo cual escogería a todos los magistrados, garantizándose de esa manera evitar la persecución judicial.
En dos ocasiones posteriores, en 1990 y 1994, se presentaron nuevos cuestionamientos a la integridad electoral. En el segundo caso, en que una vez más se alegó la comisión de fraude, la solución fue un diálogo en virtud del cual se pactó la limitación del periodo presidencial a dos años; y por tanto, a la celebración de nuevas elecciones en 1996.
La disyuntiva
Inmediatamente después de la juramentación de Nicolás Maduro para un nuevo periodo presidencial en Venezuela, el gobierno del presidente Joe Biden, junto a Canadá, la Unión Europea y el Reino Unido, recrudecieron las sanciones que con anterioridad habían impuesto a altos funcionarios venezolanos, civiles y militares.
Dentro de pocos días Donald Trump asumirá la Presidencia de los Estados Unidos. Su secretario de Estado, ya designado, será el actual senador de Florida, Marco Rubio, lo cual podría significar un endurecimiento aún mayor de las sanciones contra el gobierno de Venezuela.
Durante su anterior mandato, Donald Trump puso en ejecución las llamadas “máximas medidas de presión”, con lo que procuraba obligar al gobierno de Maduro a flexibilizar sus políticas frente a la oposición.
Con una situación de aislamiento internacional, en la que Venezuela cuenta con un número reducido de aliados, cada uno con su propia agenda de desafíos y dificultades, la coyuntura no luce favorable para aplicar una estrategia de resistencia prolongada.
La concepción es que si la vía electoral no resulta propicia para garantizar legitimidad en los resultados, entonces se aplicarían sanciones diversas que podrían conducir a una situación de insurrección interna, dando lugar a una caída del régimen.
Naturalmente, esa concepción pierde de vista que el actual gobierno de Venezuela, aún si no contara con mayoría electoral, dispone, sin embargo, del apoyo de un núcleo importante de la población.
Eso, por supuesto, podría eventualmente conducir a una confrontación sangrienta, la cual es necesario evitar. Lo contrario sería generar luto y dolor al pueblo venezolano, el cual retrocedería décadas para recuperar su estabilidad política-democrática, así como su desarrollo y prosperidad.
Lo que procede, por consiguiente, es acoger la petición de los presidentes de Francia y Brasil, Enmanuel Macron y Lula da Silva, de retornar al diálogo y crear condiciones ineludibles que garanticen a todos los venezolanos una convivencia pacífica, democrática y de bienestar.
Habríamos deseado que la República Dominicana, después de haber sido proclamada como Capital de la Paz en América Latina, en 2008, durante la cumbre del Grupo de Río, hubiese podido desempeñar nuevamente ese rol, en beneficio del pueblo venezolano, de nuestra región y de toda la humanidad.