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El dedo en el gatillo

No es lo mismo manipular que adaptar al cine una obra literaria

El paso de una obra escrita a la gran pantalla es complejo. A lo largo de la historia, literatos y cineastas han intentado explicar qué hace posible que las adaptaciones sean mejores, peores, manipuladas o, simplemente, permisibles.  

Con una duración de 14 minutos y 12 segundos, aparece Viaje a La Luna, dirigida por el francés Georges Méliès en 1902. Esta cinta no es sólo la primera de la historia, si no que a su vez es también la primera adaptación de la literatura al cine. Está basada en dos novelas del siglo XIX: De la Tierra a la Luna, de Julio Verne y Los primeros hombres en la Luna de H.G. Wells. Es prueba irrefutable de que el cine y la literatura estaban destinados a darse la mano. Según la escritora y guionista estadounidense Linda Seger “el 85% de las películas ganadoras de los Premios Oscar son adaptaciones de obras literarias”, algo que nos hace plantearnos hasta qué punto es independiente el mundo del cine de la literatura.  

El laureado cineasta mexicano Arturo Ripstein llevó al cine El carnaval de Sodoma, la afamada novela del escritor dominicano Pedro Antonio Valdez. En su trabajo de adaptación de la obra literaria, Ripstein no inventó. Sabe que el lenguaje literario nada tiene que ver con el cinematográfico, y también que el reino de la invención solo es posible mediante el uso apropiado de palabras. El cine, al igual que la literatura, se rige bajo los principios de selección y síntesis. Pero en el caso del séptimo arte, la selección no debe adulterar la síntesis, ni la síntesis la selección. Por eso, Ripstein no filmó en Santo Domingo un burdel de mala muerte en el antiguo edificio de dos plantas donde funcionaba el hotel Royal Palace, frente a la Catedral de la Ciudad de La Vega. Eligió un sitio parecido, lúgubre también, con una escenografía apropiada a las características de la novela adaptada por la guionista Paz Garcíadiego. Muchos de los personajes del libro desaparecieron del filme y otros se incorporaron porque el afán del director no era seguir al pie de la letra lo escrito, sino tomar su esencia y lograr un muestreo de la sordidez de un submundo poco atendido por el ideario cinematográfico. El filme descuella por no adulterar el tiempo de la historia, por no incluirle adornos caprichosos, ni seguir al pie de la letra la estructura literaria con ridiculeces de pajaritos y flores y enfrentamientos armados. Hasta el presente Ripstein lleva sobre sus hombros una compleja y exitosa cinematográfica que incluye una bastante bien lograda versión del relato de Gabriel García Márquez El coronel no tiene quien le escriba, aunque un poco aburrida.   

Debo advertir que los filmes de ficción tienen menos posibilidades de ser manipulados que las teleseries, debido a su estricto apego a las normas de selección y síntesis antes apuntadas. Sin embargo, existen directores que traspasan la línea divisoria y traicionan el espíritu de la novela de la que parten. Tengo algunos ejemplos. Sean Penn manipuló el final de una obra clásica. Su filme The Pledge (La Promesa, 2001, inspirada en la obra de Friedrich Durrenmatt ha sobrevivido al paso del tiempo) Posee una versión anterior bastante fiel a los hechos que narra el autor suizo. Sin embargo, Penn reescribió el final como si el libro fuera suyo. Sus excesos no aceptaban una similar reproducción de los hechos que conllevaron a descubrir a un asesino en serie. Pero esa intuición no otorga potestad para reescribir una obra ajena. 

Otro ejemplo de manipulación aparece en otra novela negra. La dirigió el director norteamericano Tay Gamett en 1981, inspirada en la obra literaria inolvidable de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces. Aquí, el director recortó el final y lo dejó abierto a múltiples interpretaciones. Su final no es el de la novela donde la culpabilidad de un accidente recae en alguien que con anterioridad cometió un crimen pasional.  

Quizás uno de los primeros ejemplos de manipulación de una película lo vemos en el filme en las distintas versiones inspiradas en la famosa novela de Mary Shelley, Frankenstein, el eterno Prometeo, publicada por primera vez en 1818. La primera versión de este relato fue un cortometraje mudo de 1910, dirigido por J. Searle Dawley y producido por Thomas Alva Edison, de 14 minutos. Con el paso del tiempo, esta novela se convirtió en prototipo de filmes de terror, creando secuelas que siempre parten del personaje creado por la impronta de la escritora. Esos añadidos extraliterarios, si bien han sido resueltos por el uso de diversas técnicas cinematográficas, no se acercan más a la adaptación, sino al simple capricho de la manipulación. Algunos filmes inspirados de Frankestein, el eterno prometeo, manipulan el relato original, mientras otros lo innovan con una reelaboración de episodios y secuencias.  

Las teleseries inspiradas en obras literarias se rigen bajo un principio comercial y el hecho de su recorte o alargamiento dependen del grado de manipulación que ejercen sus realizadores junto a las empresas comerciales que las patrocinan. A mayor extensión de una teleserie, mayor grado de manipulación. Esto es así porque solo persiguen entretener a un espectador que no desea pensar en otra cosa más productiva para emplear su tiempo libre. Es por ello que hay tantos defensores, a capa y espada, de este tipo de manipulación que a nadie le gustaría sufrir si estuviera en el pellejo del autor de una obra literaria.

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