El dedo en el gatillo
En memoria de Paul Auster
Ten paciencia conmigo, sé que a veces me aparto del tema; pero tengo la impresión de que si no escribo las cosas tal cual me surgen en la mente las olvidaré para siempre. Mi mente ya no es la que solía ser. Ahora es más lenta, más perezosa, menos ágil y me agota profundizar hasta en el más simple pensamiento. Así es como empieza, a pesar de mis esfuerzos, las palabras vienen solo cuando pienso que ya no seré capaz de encontrarlas, en el momento de desesperación en que creo que ya nunca comenzarán a surgir. Cada día trae la misma batalla, el mismo vacío, el mismo deseo de olvidar y de no olvidar. Comienza siempre aquí, nunca en otro sitio que este límite donde el lápiz comienza a escribir. La historia nace y se detiene, sigue adelante y luego se pierde y, en medio de cada palabra, cuántos silencios, cuántas expresiones se escapan y desaparecen para no volver nunca más…
El párrafo anterior no es mío. Pertenece a un escritor norteamericano de antepasados judíos-polacos, nacido en Nueva Jersey en 1947 y fallecido en Nueva York el 30 de abril de 2024. Sin embargo, no voy a escribir de Paul Auster. Lo respeto muchísimo y no voy a repetir elogios y reflexiones que otras plumas antes que la mía lo han llenado de adjetivos célebres. Si acudo a él y le pido prestado ese fragmento que aparece en su libro El país de las últimas cosas (1987, edición en inglés y traducido por Anagrama, 2006 por Mairbel de Juan) es porque la similitud de su forma de pensar con estas memorias que vengo escribiendo desde el año 2022.
Frente a mis palabras, al igual que las de Auster (y salvando distancias) no caben acertijos. En mi caso, vienen de muy atrás, cuando andaba corriendo por las calles de Luyanó en busca de respuestas a la incertidumbre que limitaba mi crecimiento personal. Tal vez por esa manía de ir en contra de mi, cambié mi raigambre original como quien cambia de sombrero. Esa fue, tal vez, la única razón para escaparme de una seducción oficialista y dar riendas sueltas a mi imaginación, siempre en busca del lado oscuro de las cosas. Encontré un aliado, pero al ver sus barbas caer, imaginé las mías rodarían también por un suelo de espantapájaros.
Aquellos fueron tiempos de cambio y en medio de mis palabras no hallé silencios, sino interrogantes. Un cómplice me tendió su mano, pero no lo hizo por simpatía o lástima, sino porque encontró similitud a la hora de llenar la página en blanco. Él no pudo encontrar la forma de salir al mundo sin buscar prebendas ni acertijos y prefirió escribir de sus recuerdos con esa amplia imaginación que lo hizo merecedor de la envidia y el recelo de los festinados. En mi caso, sí hallé una tabla de salvación y pude rearmar ese discurso atrofiado en mi garganta. Me centré en él sin importarme la volatidad de quienes creyeron ver más lejos. Hoy mis palabras, al igual que Auster, demoran en salir bien vestidas. Me cuesta trabajo juntarlas porque a veces se esconden, permanecen días encerradas en los trajines del diario vivir, y de pronto aparecen, ya bien en plena madrugada, o cuando conduzco el auto por esas calles entaponadas donde he aprendido a sobrevivir con serenidad espantosa. Esa incertidumbre es mi pasión.
Mis amigos de hoy han tenido mucha paciencia conmigo. Saben que no les fallaré aunque me aleje de sus detalles fundamentales. Estoy convencido de que si asumo un tema distinto, cada vez que escribo, esas palabras no volverán jamás. Por eso acudo a mi paciencia, un tanto desgarrante, a esperar que vuelvan mientras voy corrigiendo ciertos desajustes corporales para intentar sobrevir a la calamidad de postrarme ante ellas. No puedo ser un gladiador. Sé muy bien de que lado se encuentra mi deber. Pero mi cabeza es un torbellino en constante ebullición. Imagino varias historias a la vez y mundos paralelos. No puedo reinventarlos hasta que termine de cerrar el conducto de un libro, al que a veces tengo que volver debido al nacimiento de subtramas que no me dejan en paz. Y sigo aferrado a ese libro aunque me cueste años de vigilia y no tenga más remedio que dejar sobre mi mesa de noche una libreta de apuntes y un bolígrafo a esperar por la palabra que muchas veces no llega con la prontitud que siempre hubiera deseado.