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Opinión

El derecho a ser felices

Desde la anticipación de la Nochebuena hasta el calor compartido en torno a la mesa, estas experiencias fomentan la salud mental al nutrir sentimientos de felicidad, gratitud y amor.Getty Images

La noche de hoy, la Nochebuena, levantaremos las copas o los vasos, y abrazaremos a nuestros seres queridos, presencial o virtualmente, para desearnos simplemente felicidad. A pesar de los pesares, de la distancia, del dolor, de las angustias diarias, soñaremos por un instante, y con los ojos abiertos, en que ese encuentro es la felicidad y olvidaremos, también por un instante, aquello que nos perturba y nos duele en el costillar.

No es una tontería ser felices, en lo personal y en lo colectivo, como país. Desde 2012, por iniciativa de la Organización de Naciones Unidas, se mide la felicidad de las naciones. Una lista que incluye a 143 países y que para determinar el puesto de cada uno toma en cuenta elementos como apoyo social, libertad para tomar decisiones, generosidad, esperanza de vida, además del PIB per cápita y la percepción de la corrupción. Si los volvemos a leer y nos detenemos en cada uno de los ítems, otro instante, quizás se nos arrugue el entrecejo y se nos congele el rostro en una mueca de sonrisa.

Las naciones que encabezan el ranking —Finlandia, Dinamarca, Islandia, Suecia, Israel, Países Bajos, Noruega, Luxemburgo, Suiza, Australia; ningún país americano— guardan un respeto escrupuloso por los derechos humanos, lo que les asegura a sus habitantes vivir y crecer en un ambiente de seguridad, libertad y justicia. Tienen en común también que son países pequeños, con excepción de Australia, un territorio gigante pero de baja densidad poblacional. ¿Será que una parte de la felicidad puede provenir de estructuras y ambientes más amables y manejables, donde las personas son dueñas, en primer lugar, de su tiempo y de su intimidad?

La noche de hoy, la Nochebuena, levantaremos las copas o los vasos, y abrazaremos a nuestros seres queridos, presencial o virtualmente, para desearnos simplemente felicidad. A pesar de los pesares, de la distancia, del dolor, de las angustias diarias, soñaremos por un instante, y con los ojos abiertos, en que ese encuentro es la felicidad y olvidaremos, también por un instante, aquello que nos perturba y nos duele en el costillar.

No es una tontería ser felices, en lo personal y en lo colectivo, como país. Desde 2012, por iniciativa de la Organización de Naciones Unidas, se mide la felicidad de las naciones. Una lista que incluye a 143 países y que para determinar el puesto de cada uno toma en cuenta elementos como apoyo social, libertad para tomar decisiones, generosidad, esperanza de vida, además del PIB per cápita y la percepción de la corrupción. Si los volvemos a leer y nos detenemos en cada uno de los ítems, otro instante, quizás se nos arrugue el entrecejo y se nos congele el rostro en una mueca de sonrisa.

Las naciones que encabezan el ranking —Finlandia, Dinamarca, Islandia, Suecia, Israel, Países Bajos, Noruega, Luxemburgo, Suiza, Australia; ningún país americano— guardan un respeto escrupuloso por los derechos humanos, lo que les asegura a sus habitantes vivir y crecer en un ambiente de seguridad, libertad y justicia. Tienen en común también que son países pequeños, con excepción de Australia, un territorio gigante pero de baja densidad poblacional. ¿Será que una parte de la felicidad puede provenir de estructuras y ambientes más amables y manejables, donde las personas son dueñas, en primer lugar, de su tiempo y de su intimidad?

No hay una fórmula para llegar a la felicidad. Ni siquiera se está de acuerdo en que la felicidad es una meta, sino más bien un camino. Un camino que compartimos con otros, en sus logros y fracasos. Venezuela está en ese trance de reiniciar un camino, del cual ya hemos recorrido varias estaciones y habrá que perseverar en la ruta, aunque esté llena de incertidumbre y complejidades enormes. Transitarla juntos ya es un éxito, un premio, un regocijo.

Tenemos, sin embargo, la tarea mayúscula de crear las condiciones para que podamos coexistir en paz y en progreso. A los gobiernos no se les puede exigir que repartan felicidad, tan solo que cumplan con los deberes a los que están obligados y que sean decentes, abiertos, autoexigentes, comprometidos, honestos, luego lo demás lo ponen los ciudadanos en cada uno de sus ámbitos, en la escuela, en las empresas, al frente de instituciones vivas y útiles, en los servicios públicos, en los hospitales, etc.

Levantemos las copas o los vasos esta noche y brindemos por el camino recorrido y por lo que falta. Por la decisión inquebrantable, personal y colectiva, de que nos merecemos un país de verdad. Un país donde cada quien con su esfuerzo y talento personal, con el apoyo de los órganos públicos en las tareas que le son propias, podamos echar para adelante y seguir desandando el camino. No estamos pidiendo demasiado: tan solo lo justo y lo bello, lo noble y lo solidario. Un país para todos y todos para un país.  

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