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El dedo en el gatillo

Sin humanidades no hay democracia

Parece en los que mandan, en estos tiempos de cartón prefabricado, solo piensan que en el mundo solo brillan dos colores que se odian, invaden y destruyen, Ambos colores, turbios y mezclados ignoran lo que dijo en 1918 el poeta, célebre humanista y Premio Nobel de Literatura Rabindranath Tagore, el padre del nacionalismo de la India, aunque la frase suene un poco pesimista: “La historia ha llegado a un punto en el que el hombre moral, el hombre íntegro, está cediendo cada vez más espacio, casi sin saberlo (…) al hombre comercial, el hombre limitado a un solo fin. Este proceso, asistido por las maravillas del avance científico, está alcanzando proporciones gigantescas, con un poder inmenso lo que causa el desequilibrio moral del hombre y oscurece su costado más humano... (Nacionalismo, 1917).  

Si bien la filosofía y la literatura han cambiado el mundo en forma de pensar, es cierto que una especie de esclavitud se cierne sobre el hombre que ha desechado las asignaturas humanísticas de la gran mayoría de las carreras universitarias.

Las profesiones de humanidades carecen de ingresos mercuriales. Asignaturas como el derecho, religiones, geografía, ciencias naturales, historia, filosofía, arte, dramaturgia y música, desde perspectivas históricas, parecen resistirse ante el poder de las autoridades académicas de hoy empeñadas en dar a conocer el disparate de vivir con una media agujereada dentro del cerebro.  

Ese intento de hacernos ver el mundo a través de una sola perspectiva es el responsable de ignorar que muchas democracias carecen de riqueza de imaginación. Esto permite que el ser humano se sienta inferior ante sus pares, resignándose a una vida irreflexiva. Toda democracia de ciudadanos carentes de empatía, engendrará de forma inevitable más formas de estigmatización y marginalidad, lo que agrandará sus problemas, en vez de resolverlos.

La idea de que la educación siga incidiendo de manera negativa en que el desarrollo económico, en una mejor calidad de vida, es dislocada y falta del más mínimo indicio de ética en quienes la promueven.

Hoy se insiste en este plan educativo pernicioso para la democracia, porque no existen suficientes argumentos de que las humanidades constituyen los cimientos de una ciudadanía. Y los países que continúen descuidándolas, corren un inevitable peligro.

En otro de sus célebres ensayos, el escritor de origen hindú, aseguró que “Al hacer uso de las posesiones materiales, el hombre debe tener cuidado de protegerse ante la tiranía de ellas. Si su debilidad lo empequeñece hasta poder ajustarse al tamaño de su disfraz exterior, entonces comienza un proceso de suicidio gradual por encogimiento...”.

Muchas de mis crónicas, reflexiones y artículos que integran mis memorias han referido de forma menos angustiosas tanto la calidad de los pénsum aplicados en muchas universidades de hoy y la desaparición de las carreras humanísticas ante el cierre por parte de los Estados de empleos donde estos pudieran ejercer sus profesiones. Vivimos una crisis de proporciones gigantescas de enorme gravedad a nivel mundial. Esto no es una nota de propaganda, ni una alusión en busca de simpatías o intereses. Si no hay humanismo, no hay ni habrá democracia.  

Mi nieta mayor, Sofía, asiste al Bachillerato en Roma. Conversé con ella hace unos días y mi asombro vino cuando me explicó que en ese momento estaba estudiando la Primera Guerra Mundial por recomendación de su profesor de historia.

Esto me retrotrajo a mi juventud en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, cuando en los tres primeros años de mi carrera no estudié ninguna asignatura vinculada con las Ciencias Jurídicas y sí mucha Pedagogía, Economía, Ciencias Políticas, Historia de las religiones, Derecho romano, Historia del Estado y el Derecho, Historia de la Filosofía, Filosofía marxista, idiomas (Griego) e Historia Universal, entre muchas otras. No es que entienda que mi formación como abogado significó una ejemplaridad académica, pues muchas de las citadas asignaturas fueron mutiladas por indicaciones del gobierno, aunque ciertos profesores, y en horario fuera de clases, conversaban con amenidad “con el libro cerrado” sobre nuestras inquietudes ortodoxas.

Mi hijo Luis Ernesto, en quinto grado de una escuela cubana, leyó La edad de oro de José Martí; El flautista de Hamelín y El Sastrecillo Valiente, de los hermanos Grinn, entre otros. En su lejana infancia, jugaba con los amigos de barrio, cambiaba canicas y mercadeaba cintas de VHS y siempre traía algunas de más.

Mi hija Roxana dibujaba sus historias desde pequeña y alcanzó algunos galardones escolares con sus escritos y dibujos. Le gustaban la naturaleza y los animales. Como vivíamos cerca del Jardín Botánico de Cuba, disfrutaba de las plantas a la salida de clase.

Mis hijos recuerdan aquellas iniciaciones escolares donde imponían sus gustos por las letras, el comercio, la flora, la fauna y las ciencias.

Y en mi propia experiencia, tuve profesores que no trataron de lavarme el cerebro con ideas absurdas, sino que me enseñaron que el mundo no es solo un manantial de alocamiento, sino una forma del conglomerado intelectual que debemos rescatar.

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