Juan Soto… el empresario
Vivimos en una sociedad donde el cuestionamiento constante sobre lo que “se ganan los empresarios” está siempre presente. Sin embargo, hoy todos —absolutamente todos— aplauden el histórico contrato de Juan Soto, como si no fuera un ejercicio magistral de estrategia empresarial. Más allá de ser un talentoso beisbolista, Soto ha demostrado ser un visionario de los negocios.
El contrato de 765 millones de dólares por 15 años con los Yankees trasciende lo deportivo. Este joven dominicano se ha consagrado como un negociador extraordinario, al nivel de las mentes más brillantes del mundo empresarial. Aquí es donde radica mi asombro: mientras se critica a quienes generan riqueza con innovación, celebramos cómo Soto asegura su futuro con una maniobra que cualquier CEO envidiaría.
Soto no firmó simplemente un contrato, diseñó una estrategia y su decisión de rechazar ofertas previas —que muchos habrían considerado suficientes— equivale a calcular riesgos en el ámbito corporativo. En el éxito siempre hay paciencia, visión y sentido práctico. La estrella del beisbol entendió que su mayor activo era su tiempo y desempeño, y supo esperar hasta que las circunstancias jugaran a su favor. Y este logro no fue casual. Él tuvo la sabiduría de aliarse con Scott Boras, el negociador más implacable del deporte. Boras fue más que un agente: el estratega que redefinió los estándares económicos del béisbol. Y Soto, con humildad y visión, comprendió que trabajar con los mejores, potencia el éxito.
La confianza en quienes lo acompañaban también fueron claves. Mientras otros jugadores podrían haber sucumbido a la presión de aceptar ofertas tentadoras, él apostó por el proceso liderado por su agente. Es una lección clara: los grandes empresarios no solo toman decisiones acertadas, también saben construir alianzas estratégicas. Soto se preparó física y mentalmente para cada juego, mientras su equipo negociador trabajaba con precisión quirúrgica.
Cada temporada de incertidumbre fue un peldaño hacia el mayor contrato deportivo jamás firmado. No se trató solo de acumular estadísticas, sino de construir una narrativa sólida que justificara un acuerdo sin precedentes. Su firmeza y la calidad de su entorno lo catapultaron a una posición única. Soto el empresario entendió algo esencial: en la economía moderna, uno mismo puede ser su mayor activo. Él es el director general de su carrera, su marca personal y su legado. Este contrato asegura su estabilidad financiera y le brinda una base para diversificar y emprender nuevos proyectos, siguiendo el ejemplo de figuras icónicas del deporte que trascendieron más allá de su disciplina.
Este logro no fue producto del azar ni de la improvisación. Fue el resultado de decisiones calculadas, de una apuesta consciente por su potencial y de un equipo capaz de maximizar cada oportunidad. Soto convirtió cada paso incierto en una jugada estratégica, mostrando que el talento, cuando se acompaña de visión y estrategia, puede transformarse en una máquina de valor asegurado.
Su éxito también pone de manifiesto una gran contradicción social: aplaudimos el hecho de que Soto haya logrado lo que pocos empresarios logran —convertir su talento en una máquina de generar valor asegurado—, pero cuestionamos cuando un empresario convencional hace lo mismo. ¿Por qué esas mismas palmas no suenan cuando un empresario logra un hito similar? La respuesta no es sencilla, pero nos deja reflexionando sobre cómo percibimos el éxito en diferentes campos.