El dedo en el gatillo
El purgatorio
Es insólito, brutal a veces. Basta sobrellevarlo para entender su trasfondo. Sin embargo, no me simpatiza la idea de cursarlo a pesar de sumarme a sus filas en un tiempo perdido, cuando creía que las armas se podían resolver los problemas del mundo. Hoy sé que los problemas del mundo no se resuelven con las almas, sino con miedo a las grandes potencias. El miedo es un instrumento de dominación. Convierte a las personas en sujetos obedientes y chantajeables.
El servició militar genera depresión, y la depresión no es más que un correr hacia la muerte, según Heidegger
El conocido filósofo coreano Byung-Chul Hang también ha reflexionado sobre la depresión. La considera una expresión patológica de la desesperanza total. Según sus palabras, la depresión es originada por el futuro agotado. El tiempo deprimido, agotado, se opone diametralmente al tiempo sublime. Al tiempo depresivo le falta el futuro que aviva, que da alas, que inspira. La depresión se experimenta como si se tratara de una cárcel en la que no hay escapatoria posible.
Y se transforma en frustración cuando se termina el Servicio Militar porque el exrecluta no sabe qué rumbo puede alcanzar en libertad porque ha sufrido ese pesimismo de pensar cómo escapar de sus marcas.
Educación como la allí recibida no es la que se enseña en aulas ni academias. Es, por así decirlo, como una piedra que arrastramos, sin darnos cuenta, durante toda la vida.
Sus tres años de permanencia en sus filas se convierte en algo aborrecible dentro de un mundo que vive de las guerras, similar a un profesor explotado con un mísero salario mensual, que acepta, porque no le queda más remedio.
Seremos bestias o corderos, pero seremos algo distinto al calor de la esperanza, ese sentimiento que se debe abandonar cuando un Estado obliga a vivir de sus alforjas igual que las lechuzas cuando abren los ojos para ver los horrores que el ser humano comete, a veces en nombre de la patria y en honor a un pedazo de trapo que algunos llaman bandera.
Es incierto correr como miembros de jaurías, ante órdenes disparejas, residuos de vergüenzas y fugas a medianoche en busca de aventuras tontas, pero aventuras al fin.
A los 16 años me apunté como voluntario y a los pocas semanas me vestí de verde olivo dentro de la unidad militar donde supuestamente me iba a formar como maestro militar para “educar” a una tropa distópica, perdida en algún sitio remoto, “donde nadie jamás se la imagina”. Pero allí nadie me educó.
Mi vida cambio como un billete cuando adquiere un bien de consumo por un precio razonable a un vendedor ambulante. Tuve que guardar mi rebeldía a buen recaudo y simular la estupidez como recurso contra la insubordinación. Cada amanecer marchaba junto con mi tropa varios kilómetros por las afueras de unidad militar en medio de un paisaje falto de ficción. Después, la disciplina radiante bajo el sol nos llegaba en la voz de un sargento con rostro de látigo que varias veces nos convirtió en estatua como castigo mientras decía las sandeces propias de un buen agitador de reclutas inexpertos.
La comida llegaba con olor a un polvo parecido a nosotros mismos. Entre latas de carne rusa, chícharos y arroz caducado, cambiábamos el uniforme militar por otro más acorde con el oficio de cocer. Al final, el trabajo se completaba con limpiar cazuelas, pisos, mesas y dejar todo listo para que otro grupo de tontos se las entendiera con la cena.
Al final del año preparatorio, los beneficiados con “el peor expediente del curso” nos esperaba la lejanía, o el ejercicio de la profesión en prisiones militares donde la mirada turbia de recalcitrantes benignos nos preparaba para la fiesta del novato. Con un salario de siete pesos mensuales y una cuota de cigarrillos semanal, mi vida cambió, como también cambió la vida de los que allí intentaban sobrevivir mientras un gobierno nos pedía a gritos nuestras manos, piernas, ojos, oídos y lengua, al decir del poeta cubano Heberto Padilla, para servir mejor al país.
Por suerte, aquella tormenta llegó a su final como las naves que arriban a buen puerto después de un naufragio. No me doy golpes en el pecho porque supe sacar la aguja del pajar. Lo hago porque aprendí a sobrevivir.
Muchas veces la crueldad que reina dentro de la Unidad Militar obliga a fingir enfermedad o a la autolesión para evitar un sufrimiento desgarrador. Solo hay que vivir dentro de una tropa para conocer el grado de maldad que a veces se cierne sobre ella. Algunos no pueden soportar ese agorero y se golpean a exprofeso. A otros, los nervios lo traicionan y los menos fingen males internos que la medicina debe revisar fuera de la unidad, y del hospital escapan. Nadie desea soportar que le endurezcan la piel a las buenas o las malas.