Desde sus cimientos: Naciones ricas vs naciones pobres
Dichosas son las naciones cuyos gérmenes fundacionales fueron plantados y fecundados por el humanismo, la fe en la realidad espiritual, el sentido de justicia, las ciencias y las artes.
Péntada mágica; cuna de poderosas sociedades.
Desde las comunidades arcaicas a las monarquías pre-modernas, Estado y gobernantes fueron uno. Imperios y dinastías se entendieron, no como grupos de personas unidas por vínculos comunes de lengua, religión, territorio, historia y cultura. Aglutinadas, sí, por la voluntad encarnada en la jefatura monárquica: kan o sultán, rey o cacique: ¡los opresores!
La noción de Estado como ámbito de garantías jurídicas conferidas por igual a todos, es noción moderna. No sólo representó lo nacido del consentimiento, pues en esos albores el consentimiento no existió. Ovó en la cohesión y unión contra la coerción, la represión brutal y permanente. Porque los débiles no la podían solicitar; carecían del derecho y medios para poder demandar y merecer. Primaba la voluntad omnipotente de gobernantes cuyas únicas referencias eran sus propias visiones, necesidades y objetivos. Y su angurria: ¡colocarse por encima de sus pueblos!
No existió, entonces, noción de semejantes sino de amasijo. La idea de colectivo que engendra la ciudadanía, compacta personas escogiendo entre opciones, en este caso pasar de la condición natural al estado de sociedad.
El primero es reino de todos contra todos. El segundo, ejercicio de la voluntad y las capacidades hasta el límite que autorizan los derechos ajenos, de los demás.
Por eso adquiere valor aquella proclamación moderna, pronunciada en los territorios recién incorporados a la occidentalidad cultural que, de un salto, con una declaratoria, ingresaron a la modernidad política creando las raíces del Estado democrático y general, integrando personas sin diferencias ante el Leviatán, apelando a una categoría: “Nosotros el pueblo”.
Si en Leviatán el Estado es poder absoluto y expresión política superior, con “Nosotros el pueblo” la gente lo integra, asistiendo desde la dominación a la libertad; desencadenándose, aportando porción de ese derecho natural y libertad, a cambio de ganar el estatuto social de ciudadano, perteneciente a un pueblo, una nación, cultura, credo y, naturalmente, aceptando los deberes que la sostenibilidad de ese Estado social implica.
A tal declaratoria de libertad relativa que validó al pueblo como fuente del poder y de su legitimidad, en contra de tiranos entronizados en él bajo la noción y ejercicio de explotación, saqueos, desmanes y dominio, siguió la metáfora francesa de libertad, igualdad y fraternidad: de un Estado que, además de jurídico y liberador, aunó a aquellos auto-considerados iguales, emparentados bajo cláusulas fraternales, de origen y destinos comunes.
Los forjadores de esos modelos de gobierno, fueron intelectuales y científicos. Thomas Hobbes, los fundadores de los Estados Unidos y los impulsores de la revolución francesa.
Letrados, adinerados, espirituales y con un sentido de humanidad que las naciones histórica y geográficamente periféricas parecen haber perdido y que a causa de ese extravío han quedado condenadas a padecer las consecuencias de no poder alcanzar el Estado ideal: creador de riquezas materiales e inmateriales que distribuye como bienestar y autoafirmación, en beneficio de sus amplias mayorías. Está, entonces, pendiente, la construcción del Estado así ambicionado.