El dedo en el gatillo

¡Dodgers, campeón!

Toda mi vida, casi sin saberlo, he sido azul. Mi ingenuidad me sumaba al bando de la transparencia, de los que miran de frente y dicen verdades a la cara. De los que odian las revueltas, atropellos invasiones, guerras, sangre y pasiones incontrolables. Mucho después comprendí que la historia del mundo pertenecía al bando de las guerras, revueltas, atropellos y pasiones incontrolables.

Amo el cielo sin nubes, y el mar donde aprendí a disfrutar mensajes y misterios cuando podía nadar. El azul rondaba en las paredes de mi cuarto, en la magia de un portal testigo mudo de escapadas, o al lanzar una pelota de goma contra una amplia pared que ya no existe. Mis caligrafías y dibujos portaban el sello del azul. Combinaba la ropa, siempre con tonos celestes. Y hasta vestía como el mar cuando los peces del vivero construido en el patio de mi casa devoraban las lombrices y todo cuanto se moviera. De ese mismo color fue el hogar donde albergué mi primera juventud cuando pensaba que jamás tendría que enfrentar mi antro de canas y arrugas en otro país. De azul me vestí cuando nací, cuando mis nietos y nietas daban vueltas en el vientre de sus madres respectivas como pequeños armadores de rituales. Mi preferencia por esa tonalidad no se debió a la ideología que adopté cuando mi cerebro fue lavado. Tampoco era el crucifijo de la Iglesia, ni la hostia que ingerí en la Primera Comunión. Y en vez del rojo, siempre preferí el azul sin saber que estaba aplaudiendo todo lo contrario a lo que hacía en mi etapa de vida posterior, seducido, manipulado y abandonado por causas que aquí no debo explicar.

Mi cabeza era como un terreno perfectamente cultivable que alguien preparaba para su propio beneficio y viré la espalda al azul durante mi juventud habanera porque creí que el mundo jamás cambiaría de color: los irredentos lo habían tomado por asalto como en las películas de ficción donde siempre las revueltas terminan victoriosas y los héroes positivos levantan sus espadas antes de ser apuñalados por la espalda. La única ocasión en que cambié de color en un equipo de béisbol fue en la República Dominicana. Viví en la ciudad de La Vega algún tiempo y me trasladaba con regularidad a Santiago por razones literarias.

Quiso el destino que en la comunidad de Guerra se levantara el Campo Las Palmas, construido por Rafael Ávila en un cañaveral de poco rendimiento y adquirido por los entonces dueños de un team de béisbol azul; un nombre emblemático capaz de portar el espíritu de una ciudad a la que nunca pude visitar, ni siquiera cuando en mi ruta de tránsito hacia Oriente. Y bajo aquel emblema sobreviví por espacio de cuatro inolvidables años porque entendí que el destino me devolvía al origen de mi predilección por el color favorito de mi infancia.

Me volví fanático de aquel equipo azul, como lo fui en Cuba de la principal escuadra de la capital, de uniforme color del mar. Si en Cuba llevaba a mi hijo a disfrutar algunos juegos, aquí en Santo Domingo, él es quien me ha llevado al Play junto a mi nieto mayor, a disfrutar ese deporte. Como atleta, él no dio resultado, pero logré que asumiera el fanatismo por el team emblemático que me cobijó en Santo Domingo.

Estoy de fiesta y no por sacar de la memoria este resumen acerca de mi fanaticada azul. Aquel team que abracé desde 1992 acaba de ganar otra serie mundial. Fueron muchos años de rabietas, uñas trituradas y lágrimas frente al televisor. Aplaudí cada cierto tiempo el cambio generacional de jugadores dentro de aquel team que intentó siempre dar lo mejor de sí por el color de su uniforme. Otros dirán que el mundo gira y los hombres cambian. Otros seguirán atados a otro club donde razones simbólicas son más importantes. Y hay quienes cambian de bando todos los años en busca de dinero o privilegios. Yo me siento muy orgullo de mi equipo. Hace unas semanas disfruté en la televisión a un grupo de muchachos pelear de tú a tú y vencer a los mejores del mundo. Ahora sus atletas son los mejores.

Y en ese impasse recordé el criadero de peces que sobrevivía en el patio de mi casa azul donde alguna vez soñé ser uno de ellos y lanzarme al agua vestido de pelotero. Y, con el perdón de Rubén Darío, también “azul” fue el poema breve más celebrado de mi primer poemario, “En las líneas del triunfo”, fechado en La Habana, en 1975:

Azul era el cielo,

la pintura de aquel cuarto.

Mis sueños se enlazaban en las calles.

Gemía por llegar a sus misterios

para luego vacilar ante las flores.

Las piedras se unían a mis pasos

y se prendían como agujas por el cuerpo.

Todo era azul entonces.

Perdonen este desliz sensiblero. Pero hoy, con virtudes y defectos, soy más azul que antes, tanto en la vida como en la pelota. Nunca he sido deportista, excepto el ajedrez que no puede considerarse un deporte en sí. Mi infancia transcurrió entre avíos de pesca y libros procurados por mis padres. No sé si podré volver a ver a mi equipo de Grandes Ligas levantar el trofeo de campeón de una serie mundial. Pero sí estoy convencido de que pelearán contra cualquiera, de tú a tú, para lograrlo.

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