El dedo en el gatillo
Lavar los trapos sucios
Respeto a quienes merecen respeto. Y a los que me respetan, aunque no quieran o no deseen aplaudir. Aunque a veces, una leve sonrisa oculta la blasfemia hacia quienes reactivan triquiñuelas injustas. La mía ha sido la vida del guerrero, no por demostrar valor en el combate. No he aupado guerras, ni salgo todos los días con un cuchillo en la boca a torcerle el brazo a cualquiera que se cruce en mi camino. Mi único acto heroico —si se quiere— tiene que ver el esfuerzo de sobreponerme a las caídas. La vida ajena me es ajena, y no permito que nadie se meta en la mía.
En mi caso, la violencia física no ha funcionado. No busco guantes de boxeo para entablar combates tontos que con el tiempo se olvidan o desvanecen. Pero sí me he burlado en silencio antes de que llegue la ofensiva del contrario, de la que sé cómo salir a flote. No le doy oportunidad de que muestre su ingenio o sus complejos. De esa forma trato de que mi mente vaya a atender lo que vale la pena.
De mi vida, poco tengo que hablar. Creo que he sido como el árbol que un pantano no pudo tragarse. De mi muerte, menos: No vivo creyendo en la eternidad porque algún día no voy a deambular con otros ojos ni en este ni en ningún otro lugar. Mi resurrección no será como la de Cristo, según la Biblia, ni en uno de esos animales que corren por calles o montes; será como una molécula espacial —si llego a eso— junto a mis antecesores. Allí daré vueltas con mis padres, abuelos y la gran familia que tuve. También veré volar, como insignificante residuo espacial, a los perversos.
Cuando escribo lo hago con temblor. Pongo la mente en blanco y trato de reproducir lo que me dicta el cerebro, siempre envuelto con cierta magia creativa. Si puede verse en forma colectiva es gracias a una voz no imaginaria salida de mi yo interior que no me dejaba vivir. Mis demonios vuelan a través de esas páginas con transparencia espantosa. Son textos escritos para mí, para mi gusto. Me permitieron sufrir la palabra, sentirla correr como mujer esquiva y caerle atrás por inexplorables terrenos hasta hacerla mía. Con mis escritos, aprendí que nada tenía que ver con el temor. Sobresaltos inesperados, latidos vergonzantes, manías temporeras me arrastraron desde mi lejana juventud. Mi temor no era al fracaso, ni a la centelleante complicidad. Era un miedo a la paciencia, al uniforme del suicida, al juego de quedarnos un poco más sobre la tierra.
Cada día creo más que el acto de escribir es una bendita petulancia que nos obliga a cambiar a cada rato de verdad. Y ese acto, cuando se asume con locura, puede ser eficaz dentro de un contexto. Solo ahí da miedo. Hoy reúno, como sólo pueden las palabras, dentro de una cajita de papel y cartulina, burlándose de mí, riéndose a carcajadas de cómo lograron seducirme. He escrito creyendo en los demás. Si he fallado alguna vez no ha sido por error u omisión. Las malditas circunstancias me obligaron a mezclar agujas en pastizales.
No tengo temor en decir que no tengo temor. Aunque no lo demuestre. Aunque aparente tener la sangre sobreprotegida y me ría de todo y salga a la calle con el uniforme de la serenidad más angustiosa. Le temo a la mediocridad y al resentimiento. Son los peores enemigos de la especie humana. Y no he encontrado aún armas eficaces para librar un combate contra ellos con alguna posibilidad de victoria. Sobre todo, porque no aplaudo la violencia.
Lo más importante que conservo es que he aprendido a decir “no”. Sin ambivalencias ni arcos bifurcados. Sé muy bien dónde estoy, qué hice y qué debo hacer ahora que salgo todos los días a sobrevivir con un cuchillo en la boca, a ganarme un poco más de tiempo para sobrevivir en beneficio de los míos.