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El dedo en el gatillo

La papeleta de marras

Desde mi llegada a la ciudad de Santo Domingo, en abril de 1992, ya circulaba en todo el país la emblemática papeleta de quinientos pesos con la imagen de Cristóbal Colón en el anverso, y el Faro en homenaje al Gran Almirante, en el reverso.  

Su diseño era pulcro, y hasta se podía catalogar como pieza de hermosa catadura. Debo aclarar que en aquel tiempo no me instalé en Santo Domingo para cantarle a billetes relumbrantes, mucho menos para acumularlos. Pero la anécdota es curiosa y repetirla es señal de mi incipiente madurez numismática .

Mi sueño era conservar, al menos, una copia de aquel papel moneda para mi coleccón de billetes raros.

Durante mis primeros meses fue casi imposible destinar algún especimen de esa denominación a mi carpeta modesta de billetes raros. El valor de la moneda norteamericana estaba a doce pesos por uno, y uno de esos “colones” se canjeaba por más de cuarenta dolares. El noventa por ciento de mi modestísimo salario lo enviaba a suplir algunas carencias de mi familia, allá en una Cuba incorregile.

Una de esas quincenas fue mi día de suerte pues puede separar un especímen de aquella rara emisión y guardarla dentro de uno de mis libros para enriquecer mi colección. Un tiempo después, la crisis me obligó a deshacerme de aquel billete en aras de procurar mi alimentación, precaria también por entoces.

Quiso el destino enrrumbarme a una tienda de calzados. En caja no me aceptaron el pago. Tomaron como excusa la ausencia de devuelta. Cabizbajo, me dirigí a una barra de sandwichs populares. Pero no llegué a disfrutar la compra, pues el empleado intentó cobrarme mientras lo preparaban y, al ver la referida estampa incrustrada en la imagen con que cubriría el consumo, me explicó la imposibilidad de su aceptación.

Por último, fui a un colmado y el dueño me sugirió una sucursar bancaria como último recurso.

-Allí te lo cambian, estoy seguro -me dijo.

No recuerdo la sucursal a la que mis pasos se dirigieron. Pero mi memoria no ha borrado el rostro del cajero cuando vió el billete y escuchó mi ruego.

El hombre acedió a cambiar el billete, pero antes de ponerlolas nuevas papeletas mis manos, sus palabras, aún hacen diana en mis recuerdos.

-Esta sucursal esta repleta de billetes como ese porque la gente no los quiere. El Banco Central ordenó recoger la emisión para quemarla.

Salí del banco feliz, como si hubiera sacado una fortuna de una cuenta de ahorros.

Días después conocí la adversión que existe en el país contra Cristóbal Colón. Dicen que el Almirante echó una maldición a esta sociedad para que no avanzara. Popularmente, la gente conoce esas palabras como parte de un episodio sin paradigmas: “El fucú de Colón”.  

La visita al país de mi hija Anet me obligó a retornar al Banco Central. Como regalo me prometió un billete como aquel que cambié en 1992 para poder sobrevivir. Fue allí que le conté la historia y la salida de circulación del papel moneda con la imagen del Genovés en el anverso del papel moneda y del Faro construido a su memoria en el reverso. Ya su precio no era irrisorio. Por el contrario, escaseaba y en esos momento, el Banco Central sólo tenía disponible para la venta un bloque de aquellos billetes dentro de un estuche, perfectamente conservados.

Anet pagó el importe y hoy reposan en casa de su hermano junto a mi colección de supuestos valores de otros pueblos fuera de circulación que he ido armando con el paso del tiempo. Allí aguardan la vejez para aumentar su valor. A mi me sirven para recordar mi primera experiencia y el brillo en la mirada de Colón impresa en aquel billete, del que no encontré forma de cambiarlo a no ser por la generosidad del cajero de aquel banco, cuyo nombre no puedo recordar.

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