Deportistas
Me mandaron por whatshapp una foto de Rafa Nadal raqueta en mano: «Se retira la única izquierda del mundo que ha servido para algo». Reconozco que me emocioné un poquito. Por edad, asistí al nacimiento del tenis como deporte verdaderamente popular en España. Antes era un juego de ricos o de extranjeros, un espacio acotado en urbanizaciones de lujo. Cuando yo tenía 10 o 12 años no conocía a nadie que jugase al tenis. Imaginarme a mis padres o cualquier amigo de ellos vestido de blanco y subiendo a la red habría sido tan chocante como verles tirarse en parapente.
Pero luego apareció Manolo Santana y todos nos enteramos de que el tenis existía, de que podía ser emocionante y de que un español se codeaba con los mejores jugadores del mundo. ¡No, mucho más: que era el mejor del mundo! En mi perfecta ignorancia deportiva (que aún conservo, agravada por los años) yo estaba convencido de que no había nadie como Santana y de que si no todos lo admitían era porque, siendo español, nos regateaban el reconocimiento. Fui de los que no se sorprendieron cuando Manolo derrotó a Rod Laver o a Roy Emerson o cuando junto a Orantes ganaron la Copa Davis. Yo tenía asumido que no podía haber otro como él.
A los jóvenes de hoy, ojalá tengan mejor futuro del que parece, les será difícil imaginar lo que significaban los grandes triunfos deportivos en los años oscuros del franquismo, cuando España permanecía relegada en todos los órdenes y cualquier reconocimiento internacional nos parecía un regreso de nuestro Espíritu Santo. En fútbol éramos indiscutiblemente muy buenos, pero nuestros mejores equipos se nutrían de jugadores extranjeros, aunque pronto los adoptásemos como nativos.
Pero en cambio los grandes campeones individuales sí que podían ser sin disputa compatriotas a título completo. El gran jinete campeón del mundo Paco Goyoaga, el joven fenómeno del ajedrez Arturito Pomar, el fabuloso Federico Martín Bahamontes, el invencible Guillermo Timoner, el gran esquiador Paquito Fernández Ochoa… y por supuesto Manolo Santana. Aquellos campeones no fueron simplemente grandes deportistas, sino héroes que nos devolvían cierto orgullo y confianza a los ciudadanos de aquella España martirizada por la contienda civil, empobrecida y marginada por los países europeos democráticos.
Hoy ya estamos acostumbrados a que nuestro país destaque en varios campos y que se codee de tú a tú con los grandes de este mundo. Nuestros campeones deportivos son eso, deportistas de élite y nada más: España se apoya o debe apoyarse en otros logros más sofisticados, aunque es verdad que todavía el gol de Iniesta hizo más por nuestra autoestima que los resultados del informe Pisa. Inserto aquí una confesión: no me gusta el fútbol y desde luego no aguanto ver un partido completo ni aunque sea de campeonato mundial. En aquella célebre final de Sudáfrica mi Sara seguía desde el principio el partido con el mayor interés. En los últimos minutos, me uní a ella ante el televisor por solidaridad marital y a los pocos minutos llegó el gol de la victoria. Desde entonces nadie ha podido sacarme de la cabeza la vanidosa impostura de que lo metimos entre Andrés Iniesta y yo.
Ahora que tanto Iniesta como el gigantesco Rafa Nadal han dado su último saludo desde el escenario, se discute sobre cuál ha sido el mejor deportista español de todos los tiempos. Hay cierto consenso en torno al tenista, aunque algunos prefieren a Fernando Alonso. Me parece un disparate: nunca aceptaré que un chófer, que por bueno que sea depende de sus mecánicos, se sitúe más alto que nuestro esforzado Rafa. Si alguien puede despojarle del podio de número uno sólo podrá ser otro monstruo sagrado, mi preferido: Miguel Indurain. Monstruos los dos, claro, pero sagrados porque han dado ambos muestras abundantes de virtudes humanas y no sólo de habilidades deportivas. Que un campeón sea también una persona sensata y respetuosa es muy de agradecer…
Los deportistas y quienes los admiran cuentan con ilustres censores como Rafael Sánchez Ferlosio, que fue también un indudable campeón en su campo. Yo, en cambio, aunque no dudo de que a veces son hiperbólicamente publicitados para desviar la atención civil de problemas más graves y menos lúdicos, creo que cumplen una tarea útil en la imaginación colectiva. Son el mejor y más sano argumento a favor de la meritocracia, que ahora algunos se empeñan en denostar a pesar de que se trata del más adecuado antídoto contra el resentimiento social. Admiramos a los mejores con aquello que en nosotros hay de admirable: los excelentes prueban que los humanos debemos partir de una base de igualdad, pero que las diferencias en la meta dependen de nuestro esfuerzo.
Admiramos a los mejores con aquello que en nosotros hay de admirable: los excelentes prueban que los humanos debemos partir de una base de igualdad, pero que las diferencias en la meta dependen de nuestro esfuerzo