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Reminiscencias

Don Lorenzo, valiente e inolvidable

Cuando nací en el ´31 del pasado siglo, don Lorenzo Brea Mena era senador por Duarte. Había ocurrido un aumento de la leyenda de su valor cuando fuera uno de cinco jóvenes negados a retirarse de la fortaleza incendiada en el gobierno Bordas Valdez, cuyo comandante, sobrino de éste, invitó a los que quisieran la retirada por el barranco del patio trasero o a los que prefirieran acompañarle por la amplia puerta del frente. Sólo cuatro lo hicieron. “Lorenzo fue el sobreviviente.”

Terminó por ser senador por el Partido Liberal de la facción de Desiderio Arias en el ´30 y Trujillo le exigió, como a otros, su renuncia de tal partido para ingresarlo en el nuevo planeado; se negó rotundamente y completó su período “de senador bolo”.

La reciedumbre de carácter de don Lorenzo mereció elogios y crecí con ese convencimiento: No conocía el miedo. Ciertamente, fue amigo y colaboró con Trujillo el resto del tiempo, pero se dijo que su coraje lo hizo respetar, hasta por el propio Trujillo.

En verdad, son muchos los casos por contar de don Lorenzo. Hoy quiero hacerlo recordando uno muy triste, que a todos mis compañeros golpeara: La muerte de cuatro muchachos de nuestra escuela, hechos flamantes artilleros bajo mando del legendario Capitán Marchena, en su histórico y desventurado complot.

Uno de los caídos, Narciso Viloria; su madre no soportó el dolor de su muerte y perdió la razón. Era una señora muy virtuosa y querida, doña Prieta.

El pueblo quedó resentido porque la tragedia se podía palpar día a día, cuando salía, a veces descalza, por las calles balbuceando sus oraciones. Los otros muchachos, Amado Cury, Papito y Dondo Pérez, dolorosas pérdidas de familias muy estimables, quedaban simbolizados en la muda protesta como hijos que se inmolaron en aras de la libertad. Doña Prieta era el símbolo del dolor de todos.

Un día corrió la voz de que doña Prieta había ido a la fortaleza y quedó detenida; fue un pesar muy espeso para un pueblo como ese, aunque por la tardecita circuló la noticia de que estaba libre. Prosiguieron los elogios para don Lorenzo, muy por lo bajo, naturalmente. Había sido el hombre de siempre y se apersonó y la buscó con su conocida hidalguía.

El pueblo lo reconoció, una vez más, pero no trascendió lo que se produjo en esa fortaleza sombría, que comandara Trujillo en el año ´20. Muchos años después supe de los pormenores del rescate de doña Prieta. Un digno oficial del Ejército que había servido en mi pueblo en aquel entonces siendo sargento y ya era un alto oficial encargado de la seguridad del Presidente Balaguer, me contó todo lo ocurrido entre el Gobernador y el Comandante del regimiento.

Me dijo mi amigo: “Mira, yo he sabido de mucha gente de valor, pero ese Gobernador Brea se lleva el laurel y la palma. La discusión fue agria y muy peligrosa, porque cuando el comandante lo advertía con que “era una orden de muy arriba” y le mencionó uno de los hombres claves del ´30, el Gobernador respondió con ira: ´Y a mí qué me importa eso que usted dice!´ Si yo tengo que irme de esta vaina, me voy. Fueron ustedes los que la enloquecieron, carajo, diciéndole que no estaba muerto, que fuera por la frontera, porque allí estaba, en una de sus fortalezas. Es una barbaridad y ahora la quieren hacer prisionera. No. Usted me la entrega pase lo que pase y a su orden de arriba dígale que me la dé a mí, carajo! No es posible tanta maldad´.

El Comandante sabía también del valor del hombre y al final dio la orden: ´Entréguenla!´y en un jeepecito verde de la Segunda Guerra se llevó el Gobernador a la pobre señora. Todos nos quedamos boquiabiertos.”

No sólo era el valor, sino las virtudes.

Amparo de muchos; su carácter era un fuero; enemigo jurado del abuso; protector silente de débiles y acorralados.

El 12 de marzo del año ´61 me llamó don Lorenzo para decirme que debería estar en la noche en el Club Esperanza, porque Trujillo quería conocerme.

Fui a la Gobernación y me dijo al oído: “Te quiero dar un consejo: no sé lo que él quiere, pero está muy peligroso; no te olvides que tú eres hijo de Pelegrín; una negativa tuya a ir a alguna posición, no me gusta. Esto está acabando; lo mejor es verlo terminar porque está muy peligroso y uno no sabe; tomando mucho, me dicen, y ordenando locuras.”

Hubo otra prueba de valor, sería la última, que se produjo algunos meses después de la muerte de Trujillo.

El pueblo muy enardecido y sus juventudes se tornaron agresivas y hostiles contra todo lo que oliera al régimen.

Don Lorenzo fue advertido de que una turba asaltaría su casa para saquearla, que lo mejor era que saliera de ella “porque ya estaban cerca”.

Sentado en una mecedora para su reposo, mandó a decirles: “Dígales que yo aquí los espero.”

Tenía en sus piernas una escopeta automática de cartucho y una caja de éstos en la mesita cercana.

Llegó el airado grupo vociferante a la esquina y, de repente, se hizo el silencio. El mensajero le había dado la respuesta de don Lorenzo a los jefes, que comprendieron los riesgos de violar aquel hogar de tanto respeto.

Esos son valores precedentes que penosamente hoy no se conocen.