Las reformas constitucionales en su laberinto

Solemos ignorar que el poder constituyente le confió al asambleísta revisor un derecho de enmienda, limitado a seguir coherentemente el proyecto fundacional. Zagrabelsky lo expresa así: “El poder de la revisión de la Constitución se basa en la misma Constitución. Si la contradijera como tal para sustituirla por otra, se transformaría en un poder enemigo de la Constitución”.

No puede, bajo el disfraz de una reforma, aprobar una nueva carta sustantiva. Y es lógico, porque lo del constituyente es un acto de soberanía, mientras que la revisión es una atribución delegada a un órgano constituido. De manera que, distinto a lo que muchos creen, no hemos tenido 40 textos constitucionales, sino 40 revisiones del que se proclamó el 6 de noviembre de 1844 en San Cristóbal.

Fachada del Congreso Nacional.

Sede del Congreso Nacional.

A esta generalizada confusión se suma la del alcance que le atribuimos a la actualización de su normatividad, lo cual obedece al denominado modelo invisible: “Todo lo que aparece en el texto principal son páginas limpias, sin ningún otro detalle que pudiera alertar a los lectores de lo nuevo que se ha insertado, lo antiguo que se ha removido o cualquier otra cosa que pudiese haber cambiado”, explica Richard Albert sobre el estándar que hemos utilizado.

¿Es mejor mantener o suprimir el contenido original? ¿Conviene ubicar las modificaciones al final, a modo de apéndice, o reescribirlas sobre el texto enmendado, sin notas acompañantes ni referencias? Aunque de entrada parezca un asunto estético, está lejos de serlo, porque la manera en que aparecen incide en la forma en que las interpretamos. Efectivamente, al reflejarlas sin indicar qué ha sido modificado, eliminado o adicionado, hemos llegado a creer que cada revisión resetea las situaciones jurídicas que se han consolidado bajo el imperio de las anteriores.

Como se recuerda, la revisión del 2010 suprimió la regla de elección presidencial que consagraba la del 2002, cuyo art. 49 disponía lo siguiente: “El presidente de la República podrá optar por un segundo y único período constitucional consecutivo, no pudiendo postularse jamás al mismo cargo ni a la vicepresidencia de la República”. Mientras esa norma estuvo en vigor, dos exjefes de Estado se repostularon sucesivamente a la presidencia de la República, recayendo sobre ambos su consecuencia.

Antes de continuar, recuerdo que las normas rigen los hechos que, durante su vigencia, ocurren en concordancia con sus supuestos. En esa hipótesis, las consecuencias jurídicas que prevén deben imputársele al hecho condicionante. En cambio, si en el momento de producirse las consecuencias jurídicas entra en vigor una nueva norma que regula de manera diferente el supuesto, se genera un auténtico conflicto cuya solución dependerá de la naturaleza de los textos en colisión.

Sin embargo, la modificación del art. 49 no supuso ninguna colisión, toda vez que la consecuencia de derecho que este establecía se agotó al verificarse el supuesto desencadenante en el caso de los dos mandatarios que el país tuvo durante su vigencia: persiguieron un segundo mandato consecutivo. La confusión que reina en el imaginario colectivo la espolea -o al menos eso piensa el autor de este trabajo- a la sentencia que en 1995 dictó la Suprema Corte de Justicia.

Con motivo de una acción directa contra la revisión constitucional de agosto del 1994, la cual redujo a dos años el período de gobierno que se había configurado ya, dicho colegiado sostuvo que “Las normas constitucionales pueden tener efecto retroactivo”. Eso mismo entendió la primera configuración del Tribunal Constitucional en su TC/0224/17: “La prohibición de retroactividad establecida en el art. 110 de la Constitución sólo es aplicable a las reformas legislativas, no así a las constitucionales, pues la voluntad soberana que sustenta la reforma constitucional permite al órgano reformador reconstituir el ordenamiento jurídico–político con un gran margen de libertad”.

A decir verdad, la teoría de la retroactividad constitucional carece de toda premisa normativa que, por demás, resulta inasumible desde cualquier óptica razonada del derecho. La distinción que del vocablo “ley” hicieron las altas cortes peca de formalista, porque la Constitución no es otra cosa que una ley: la ley fundamental, la que sujeta las facultades de todos los órganos constituidos.

Cierto que se diferencia de la ley adjetiva en su origen y supremacía, pero siendo la Asamblea Revisora un órgano constituido, nada de lo que apruebe puede desconocer las reglas, principios o valores que la Constitución postula, a los cuales ella está indisolublemente vinculada. Si no fuese así, sería la “hoja de papel” de la que hablaba Ferdinand Lasalle. Pero hay más; de aceptar como válida el voluntarioso y soberanista criterio de nuestras altas cortes, el revisor pudiera entonces recortar o extender cualquier período de gobierno, o devolver a la minoría de edad a aquellos que han cumplido 18 años.

En sentido opuesto, y correcto en opinión de quien esto escribe, se ha pronunciado la Corte Constitucional colombiana: “Los derechos individuales y concretos que ya se habían radicado en cabeza de una persona, no quedan afectados por la nueva normativa, la cual únicamente podrá aplicarse a las situaciones jurídicas que tengan lugar a partir de su vigencia”. Si bien es verdad que el derogado art. 49 de la revisión del 2002 salió del ordenamiento, no menos cierto es que sigue rigiendo para los hechos jurídicos que se constituyeron mientras estuvo en vigor.

Su norma derogatoria -el art. 124 de la reforma del 2010- se aplica retrospectiva y prospectivamente, reconociendo no solo las consecuencias jurídicas que su predecesora adjudicó, sino también regulando las situaciones que nacieron a partir de su aprobación. Enseña José Hernández Galindo que “El actual concepto de la supremacía constitucional sobrepasa lo puramente formal y profundiza en lo sustancial, en la eficacia y realización material de los valores y principios que sirven de fundamento al orden jurídico”.

Y uno de ellos es, sin la menor duda, el de irretroactividad, oponible a quienes en nombre del pueblo ejercen de manea precaria el poder público, sin excluir a los asambleístas revisores. En el Estado de derecho, la seguridad jurídica que dicho principio está llamado a garantizar, inmuniza cualquier riesgo de manipulación respecto de las consecuencias jurídicas recaídas sobre los supuestos de hecho que las disposiciones derogadas contemplaban. De ahí, pues, que pese a que nuestro texto supremo se refiera a la irretroactividad de la ley, la prohibición de dar ese peligroso salto atrás que han defendido las altas cortes, no se circunscriba a ella, a la ley, sino que se extiende a todos los preceptos, incluidos los constitucionales.