El dedo en el gatillo

El Muro de Berlín abandonado

No he perdido mi tributo en honor a la caída del Muro de Berlin. Todo lo contrario. Pero no he venido a hablar de fascismo o fascistas, ni de un país partido en dos.

Corría noviembre de 1989 y prestaba servicios laborales en la Revista Informativa de la Mañana en Radio Habana Cuba mientras preparaba mi segundo viaje a la República Dominicana.

Allí resucitaba cables culturales en los teletipos de la agencia Reuter. Uno de ellos marcó mi vida. La referida información, marcada como Flash, anunciaba el derribo del Muro de Berlin, la caida de aquel espacio absurdo que separaba a dos pueblos que jamás debieron de estarlo.

Después de mi llegada definitiva a Santo Domingo, conocí otra noticia del referido muro. Un turista dominicano recién llegado de Alemania compró un extraño souvenir: un pequeño fragmento de aquel muro sobre el cual murieron cientos de hombres y mujeres de forma inexplicable.

Ingresé en el Listín Diario en el 2000 y cierto día de 2019, estuve al tanto del arribo al país de una placa del Muro de Berlín que la embajada de Alemania al país donaba al Estado Dominicano. Dos años después se convocó un concurso para ilustrar aquel símbolo. El artista de Constanza, Martín López, resulto el ganador y desde ese fecha, ha tenido dos hogares: el parque Fray Antón de Montesinos, en áreas del malecón dominicano, y en la Plaza de la Cultura “Juan Pablo Duarte”, en áreas del Museo de Historia y Geografía.

Días atrás. alguien me alertó del estado de abandono de la referida pieza. El Museo de Historia y Geografía no cuenta con recursos para su mantenimiento y la embajada Alemana asegura, con mucha razón, que esa pieza fue donada al Estado Dominicano y, lo que ocurra con ella, es responsabilidad directa del país.

Alerto. Un lamentable desatino cultural merece atención. El legado de ese donativo, poco significa para algunos. Pero su carcácter universal es invaluable. La embajada de Alemania no solo merece una explicación. Una solución a este impasse inaceptable.

Acaban de darle sepultura a los restos de Federico Henríquez Gratereaux, un ilustre descendiente de la famila Henríquez Ureña. Debe descansar en algún lugar del tiempo. Fuimos grandes amigos. Y el final de nuestra amistad no fue elegante y terminamos sin hablarnos, más de su parte que de la quien esto escribe. Él mismo puso fin a nuestras relaciones. Sin embargo, entre él y yo, dos detalles lo engrandecen: Sus “bolas” a mi hogar al mediodía en su auto asignado eran espontáneas. Cuando aquello, él era Director General del Periódico el Siglo y yo un simple Editor del desaparecido diario La Nación. Y también nunca tendré cómo retribuirle, sus colaboraciones a mis suplementos dominicales con las que me honró en demasía. La noticia de su muerte enlutó a más de una persona. Tanto a los que lo admiraban en silencio y lo miraban a larga distancia como una meta humana inalcanzable. Reconozco su carisma y oficio de escritor dedicado a desentrañar la madeja confusa de la realidad nacional. Ocupó espacios televisivos con José Israel Cuello. Sin ser políticos, ni responder a intereses ideológicos, ambos intelectuales le imprimieron altura al debate nacional.

Mi tiempo ya escogió su fachada ambulatoria. Como todo tiempo, fue hermoso, polémico y compuesto de abarrotes. Tuvo que pasar sin penas ni glorias, pero con cierto alboroto. Mi generación intentó hacerlo mejor de que fue. Aparecía altivo, orgulloso, como redil señero. Tal vez no haya sido el mejor tiempo de la historia, pero sí de mi historia. Para vivirlo no necesité barcazas, ni cubrir rutas estratégicas. Tampoco bolsillos repletos de esmeraldas. Ni damas altivas, ni mucamas que arreglaran mi ropa con pulcritud ejemplar. Solo necesité andarlo con mis propias botas, respirarlo, vivirlo y rastrear cada nuevo día con la prisa del recién nacido.

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