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OTEANDO

La muerte de Chago

Era la una de la madrugada cuando entró a su “habitación”. Un cuartito de dos por cuatro metros, con inodoro y ducha integrados. Allí le esperaba su lecho, una camita sándwich de empatados alambres y escasos resortes. Encima, una colección de cartones de cajas de enlatados y rones de marcas diversas, y más arriba aún , una colchoneta de empelotada guata, cuyos nudos lesionaban su cuerpo en una suerte de contusiones a las que ya se había acostumbrado. Sobre la polvorienta tapa del “sanitario” se observaba una lámina de jabón de “cuaba”, cuya delgadez y transparencia bien le hubieran podido permitir leer con perfecta claridad la trágica “semiótica” que lo circundaba.

Eran elementos de la escena: un tanque plástico con agua turbia, una ducha llena de telaraña, un arrugado tubo de dentífrico sin tapa, y un trapo al que llamaba su toalla. Allí debía echarse cuatro o cinco jarros de agua que iban a parar a una cocuyera por la que dejaría escurrir las miserias del día: el ruido de un motor honda 70 al que frenaba y aceleraba con la intermitencia de los obstáculos que encontraba a su paso. La subida a la calzada. El arriesgado paso entre un hidrante y la pared. La subida de cinco pisos con dos galones de agua en los hombros, y el boche de la señora amparo, quien le había dicho que se bañara mejor, porque apestaba.

Pero no podía hacer nada, era su vida, “y ella lo había elegido a él”. Al filo de las dos de la madrugada se echó en su “cama”. Hizo una plegaria por su madre, a quien dejó en Cambita. “Dios, ayuda a mamá a encontrar la comida de mañana”. Pensó en el dinero que debía cobrar a don Nicasio por la leche que le había fiado, porque este, le pagó con un billete de dos mil, y él no tenía cambio. Se quedó dormido, pero no por mucho tiempo. Un calor infernal y un humo asfixiante le despertaron. Afuera se oían sirenas de bomberos y alguien hablaba por un altoparlante: “¡Echen agua a los callejones para que el fuego no camine!”.

Intentó llegar hasta la puerta, giró la cerradura y empujó la manija, pero esta no abrió. Antes de irse, don Juliao, el dueño del colmado acostumbraba ponerle candado por fuera. Alguien gritó: “¡los muchachos están adentro!”. Un bombero rompió el porta candados, pero ya era tarde. Chago el “delivery”, yacía inerte en el suelo, junto a Pedro, el dependiente del colmado, ambos víctimas de la desconfianza de don Juliao.

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