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Genealogía cubana para curiosos

La gente arrogante me las suda. Y aunque poco les importa lo que piense, saben cruzar junto al errante y virar el rostro hacia otro lado cuando sienten rugir al inconforme . Algo similar le ocurre a semidioses, a aquellos que obligan a la servidumbre a inclinarse como señal de falsa lealtad. Esa acción irrelevante sucederá, un día tras otro, hasta que el hambre de poder salga a caminar a campo travieza. 

Arrogantes y semidioses nacieron en pesebres. Sin embargo, los pastores desean verlos perderse en el desierto, aunque ahora los aupan más por conveniencia. Saben que detrás de sus mansiones se esconde un basurero lleno de moscas predecibles que penetran en salones y aposentos alejados de pesebres.

El diario vivir es hermoso. Sin querer nos convierte en recién nacidos. Salimos al mundo con el único rostro que portamos y de esa forma, ninguna daga puede atravesarlo. Somos amables, disciplinados, incapaces de volver sobre nuestros pasos cuando la lluvia arrecia. Sabemos vestir de invierno y lo poco que tenemos cae en el transfondo. Conocemos la importancia de sembrar. No sabemos esperar la llegada del vecino alucinado y, mientras se aproxima la cosecha solemos ir en busca de señales para pellizcar la piel. Nuestro decir huele a transparencia y damos a entender serenidad: solo hablar cuando se debe y a cada rato alzar la voz para no ser parte del rebaño. Tomar distancia en espacios de protagonismo. Pero siemore hay razones complicadas: ocurren cuando se toma otro carril o se abandona la carrera en el momento culminante. Sucede igual en sitios o personas donde quedan misterios por resolver.

El pez grande a veces no puede devorar al pequeño cuando es inteligente. Este sabe protegerse entre arrecifes. Allí es inexpugnable. Y canta. Su persecutor debe marcharse no sin antes permanecer oculto algún tiempo esperando un error del protegido. Al final gira en torno de sí mismo en busca de otra especie.

Todo lo anterior no es más que una sutileza para volver a la aldea que lleva mi apellido, allá, en las frías montañas de Ourense, donde la tierra cruje y las tradiciones sagradas parecen revivir en aquellas tierras donde no abundan “las comarcas y pastores”, pero sí las pacas de heno bien guardadas para la llegada del invierno. Un amigo español leyó mi crónica publicada en este diario y me sorprendió con su decir. Una aldea también lleva su apellido al Norte de España, donde todo parece salido de un cuento de hadas. Según su historias, los apellidos caribeños que huelen a Iberia provenien del nombre de algún caserío peninsular donde su ascendencia ocupó espacios de poder.

La historia de Vito Corleone es una paradoja italiana de ficción, pero vinculada a la referencia que acabo de citar . El famoso personaje de Mario Puzzo adoptó, sin ser cacique, el apellido del pueblo italiano del cual emigró a los Estados Unidos. Don Corleone llegó a America con los bolsillos vacíos y un ansia de poder incontrolable. Y poco a poco levantó su propia manera de escalar montañas.

Mis antecesores son cubanos. Pero sus familas respectivas emigraron. Eran personas prominentes; un médico asturiano con recursos levantó la famosa Quinta Covadonga, el lugar atendieron el parto de mi madre. Allí se vio su estatua como fundador de aquel centro de salud donde acudía mi familia materna con problemas de salud. La única relación que pudiera existir con mi apellido y aquel lugar provenía el apellido de mi abuela, Bango, el cual rondaba cerca de mi ser sin poderlo calzar. Descubrí un día que mi tía abuela materna fue la encarga de tramitar el internamiento de familiares cercanos, aquejados de males de salud. Nunca supe ante quién lo hacía, pero lo que sí consta es su buena voluntad.

De mi abuelo paterno heredé el apellido que hoy ostento. No conozco su origen y dudo que él, un pobre diablo, telegrafista del poblado habanero de Quivicán, estuviera al tanto de su genealogía. Mi atención recayó en un cheque que el gobierno le giraba a mi abuela paterna por ser hija de mambises. Pero pronto aquella atención privilegiada, se hizo añicos. Aquello no alcanzó categoría de importancia en mi mente sedienta de aventuras.

Mis abuelos -paternos y maternos- fallecieron al igual que sus padres y toda mi referencia se remite a aquel pequeño caserío español abandonado en las motañas de Ourense y del cual, supongo, algunos de sus hijos habrán escapado a multiplicar las raíces ibéricas acentadas en mi patria. Y todo se lo debo a la magia de un cartel enclavado en plena carretera donde aparece escrito mi apellido con letras mayúsculas. Para otro viajero, puede ser un pueblo de los tantos del camino. En cambio, para mí, significa mucho.

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