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Tras la pista de los expresidentes

Parece que a los pueblos latinoamericanos les ha caído una maldición con muchos gobernantes –hoy expresidentes–, que cayeron en la tentación del enriquecimiento ilícito y ahora son perseguido por la justicia de sus países o internacionalmente son sancionados.

El presidente de una Nación puede impulsar desarrollo para su pueblo, cambiar el destino de millones de connacionales y ser ejemplo para muchas generaciones. Todo lo que tiene que hacer es gobernar con honestidad, trabajo, capacidad y bajo principios democráticos. Parece sencillo, pero es algo que se ha vuelto la excepción en Latinoamérica, un subcontinente plagado por pobreza, producto –en buena medida– de la corrupción imperante.

En el siglo XX parecía una utopía que la justicia, ya fuera nacional o transnacional, pudiera perseguir a quienes habían abusado de su poder desde la presidencia. Aquel brazo de la justicia parecía nunca perseguir, y mucho menos alcanzar, a quienes abusaron del poder en perjuicio del desarrollo de sus pueblos.

La buena noticia es que esto ha venido cambiando como lo demuestra la larga lista de exgobernantes que han sido perseguidos o condenados por la justicia que, sin embargo, muchas veces se muestra incapaz de tener grandes avances y sentencias, por la influencia que estos personajes siguen manteniendo en la vida política de sus países.

La percepción entre las diferentes sociedades de la región es que la situación de pobreza y abandono obedece al fracaso de la democracia como sistema político. No son pocos quienes creen –equivocadamente– que el autoritarismo es la solución, en vez de pensar que el problema radica en que los malos gobernantes han distorsionado la democracia y la manipulan para su enriquecimiento personal.

Además, los autoritarismos o dictaduras que se han impuesto en la región han sido peor en la solución de los problemas socioeconómicos, como lo demuestran en la actualidad Cuba, Nicaragua y Venezuela, cuyas dictaduras no solo son ineficaces, sino que muestran también graves síntomas de corrupción, abuso e impunidad.

El problema no es la democracia. El problema son los malos gobernantes. El problema también se encuentra en la poca cultura democrática de nuestros pueblos, ahora agobiados –adicionalmente– por la manipulación de la información, que se traduce en burda desinformación. Este fenómeno se ha agravado en la medida en que las redes sociales dictan más lo que leemos, escuchamos y supuestamente “sabemos”.

Ciertamente hay que repetir la frase del político inglés Lord Acton, quien dijo que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Lo que hemos visto en tantos y tantos presidentes, es que han cedido ante la tentación del enriquecimiento fácil –pero vergonzoso– para enriquecerse, y dedican más tiempo a sus grandes negocios que a gobernar en beneficio del pueblo.

Si vemos algunos ejemplos nos daremos cuenta de la dimensión de este mal. Digo algunos ejemplos, porque hacer una lista completa llevaría más espacio del que dispongo. Voy a principiar por alguien que ha sido noticia recientemente. El expresidente Rafael Correa (Ecuador) ha sido procesado por diferentes casos de sobornos y ahora anuncia su intención de volver a ser candidato al cargo. Estados Unidos anunció que le ha retirado la visa para viajar a ese país, precisamente por los actos de corrupción cometidos. Correa, un autoritario que intentó perpetuarse en el cargo, embistió contra la prensa independiente, porque precisamente denunciaban sus abusos.

En el istmo centroamericano la lista es demasiado larga. Alfonso Portillo (Guatemala) fue condenado en EEUU por cargos de corrupción que el expresidente aceptó ante una corte; Otto Pérez Molina (Guatemala), ha salido de prisión benevolentemente, aunque fue procesado y condenado por un cúmulo de casos de corrupción. Juan Orlando Hernández (Honduras) fue extraditado al mismo país por colaborar con el narcotráfico; A los dictadores Daniel Ortega (Nicaragua) y Nicolás Maduro (Venezuela) se les conoce dueños de grandes fortunas, tanto de ellos, como de sus colaboradores o familiares.

Otro con señalamientos y procesos por corrupción, Ricardo Martinelli (Panamá) pretende, como Correa, volver a la presidencia, aunque no ha solventado los procesos judiciales abiertos por el Caso Odebrecht.

Ahora se persigue a otro que quiere repetir en el cargo, Evo Morales (Bolivia), aunque los cargos son de otro tipo, pues se le acusa de abuso de una menor y trata de personas. Alejandro Toledo y el fallecido Alberto Fujimori (Perú) acusados de corrupción. Así podemos seguir y seguir.

Como contra parte, hay que ver el caso de Uruguay, en donde los expresidente son bastante respetados y casi todos terminan sus períodos sin señalamientos de corrupción. Los estudios muestran que ese pequeño país sudamericano tiene muchos índices socioeconómicos positivos, es el menos corrupto de la región y en donde la democracia es más respetada y deseada.

El último informe del Latinobarómetro al que tuve acceso muestra que el 69 por ciento de los uruguayos apoya la democracia, el nivel más alto de la zona. Al mismo tiempo, este país es el que tiene el nivel más bajo de pobreza y pobreza extrema en América, lo que significa que a mayor democracia –que incluye trabajar con transparencia y eficiencia–, menos pobreza.

Mientras haya gobiernos corruptos, habrá pobreza, desnutrición y falta de desarrollo y oportunidades.

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