El dedo en el gatillo

De Presidentes, Ministros, poetas y cerebros

Los presidentes se ponen o se quitan, por las buenas o las malas. Los Ministros, no. Se nombran por dedo o por simple lealtad, o razones partidarias. La confianza en alguien para ocupar determinado lugar en la jauría a veces tiene rostro de amistad, de experiencia o de traición. Todo es un albur porque al nombrar a alguien para un cargo, en países como el nuestro, siempre el riesgo se confunde con las buenas intenciones.

Cuando la gente se equivoca, a veces no sabe cómo salir por la puerta grande y deja a merced del elegido la ordenanza de los mares. El Ministro, sin embargo, solo tiene dos cartas debajo de la manga para mantenerse a flote: la simulación o el eco. Sin embargo, mantener determinada cartera del Estado no es un problema de Presidentes, ni Ministros, ni Poetas, sino de lustrar los sartenes donde se cocina. Los poetas solo deben escribir y no leer contratos ni esperar la esclavitud hacia una editorial. Los poetas siempre pierden porque ejercen un oficio de observancia. Los Presidentes y Ministros acusan ciertos rumbos sorpresivos. Se deben a otro tipo de fogata. Y a veces solo tienen valor de uso.

Mientras se friegan cazuelas, todo es seducción. Se lustran, una y otra vez, con estropajos de aluminio, porque lo importante es que el rostro humano se refleje en su interior como un fantasma desafiante. Escribo estas líneas sin importarme aquellos Ministros que sueñan con trofeos como si con ellos fueran a cambiar el destino del mundo y de sus vidas. O como los Presidentes que intentan desplazar a los dioses del olimpo.

Solo expongo y no soy quien para juzgar. No llevo puesta una sotana y mis problemas los resuelvo en medio de la calle, igual que los ajenos. Pero Presidentes y Ministros creen en el acto de lustrar y sus cucharas resplandecen ante la luz. Solo ante la luz. Hoy cuesta ser Presidente o Ministro porque todo tiene un precio traducido en sutilezas. Ya ha pasado el tiempo de los justos, de los capaces de arrinconar a la ignorancia. Ahora, todo tiene valor de cambio. No tengo la culpa de escribir poesía o relatos. Ni de sobrevivir en un mundo que cada vez entiendo menos. Quiero hacer un reino entre las hojas. Y he dedicado toda mi vida para ello. El tiempo me cayó encima y ya veo otro tipo de carrosas cruzar frente a mi puerta. Fui feliz, aunque me lavaron el cerebro y como pago yo también comencé a lavar a destemplanza. Por suerte solo lavé cerebros en un tiempo donde todo se lavaba sin preguntar santo y seña. Y aquella estrategia me dio resultado porque de pronto me vi dando cátedras profanas de felicidad por vivir en un supuesto paraíso que no tendría fin. Sin embargo, me di cuenta que lavando cerebros no iba a resolver los problemas del mundo, ni los míos y opté por escribir historias personales. Después, todo dio un giro de ciento ochenta grados. Dejé un lado aquellas consignas y me dediqué a cambiar palabras. Donde dije “causa”, puse “amor”, y el “odio” lo suplí por “amistad”. Y a puro golpe de magia partí de aquel lugar lleno de máquinarias encargadas en limpiar los espacios confusos de la mente.

Lo escrito entonces, no podía soportar la letra impresa. Tampoco fuera del círculo de profesionales encargados en repartir las ordenanzas. Intenté en otra isla muy parecida a la mía y tuve que sacar de mis bolsillos las semillas que guardaba para hacerlo. Al menos, pude lanzar todo al fuego después de ver mi rostro y asustarme de su reflejo. Algunos todavía no entendien que un poeta no puede ser Ministro. Un Presidente no es más conocido que un músico de moda o un compositor de poca monta. Nunca lo será porque el músico andariego siempre cruza los mares con su nombre propio y su música se escucha donde nadie jamás se lo imagina. Pero a ellos poco les importan la ventaja publicitaria del artista infeliz. Esperan algo. El sueño presidecial se corresponde con no cruzar más allá de su risa carcomida si es que desea marchar al frente de una tropa imaginaria. El Ministro solo debe mantener su mirada complaciente, jugar el rol del soldado de plomo y cumplir, sobre todo cumplir para saltar a la calle al siguiente amanecer y hacer con su vida lo que puede, si es que puede, mientras lo ratifiquen en el cargo. El poeta, no. Sabe que el reloj, como dice Ricardo Arjona, no da marcha atrás. Las olas vuelven al mar después que se desvanecen en la arena.

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