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El dedo en el gatillo

Donde quiera aparece un aguafiesta

El paso de los años obliga a vivir con cargos de conciencia. Lo hace contra aquellos lengüilargos que nadie daría un centavo por su cabellera. Sin embargo, ellos insisten y pestañan.  

En mi caso personal, no abandono esa manía de sentirme culpable por tanta sordidez a mi alrededor. Una sordidez que no cesa de enviar mensajes altaneros a quienes están dispuestos a sortear su vida. Pero es bueno aclarar de una vez por todas a los que miran por encima del hombro: Gente como uno no aprendió a correr, sino avanzar y chocar con puertas cerradas.

Un escritor con sangre en las venas no usa la literatura como negocio ni con fines de llamar la atención. Escribe como lo haría Eliseo Diego en sus mañanas cubanas cuando sacaba del aire un epigrama y no lo dejaba descansar hasta llevarlo a una hoja de papel en blanco, tal y como el viento lo dictaba.

Sobrevivimos en una época donde las golondrinas se escapan del remanso de las aguas. Un escritor siempre tiene que creer en lo que escribe, ya sea mucho o poco, malo o bueno, porque escribir es una fuente luminosa con luces encantadas. Lo demás son aire pasajeros que sabrán morir en su momento. El acto de decir crea ilusión. Y también soberbia y desencanto. Como cualquier otro oficio.

La era Global ha simplificado todo. Hasta el pensamiento, la lectura y la contemplación del otro lado de la vida. Ahora lo que importa tiene signos de suma, resta, división y multiplicación. Ya nadie se conforma con lo que tiene ni sobrevive en su choza, cortando leña para encender la chiminea en el próximo invierno. Los valores de uso y cambio transcurren con velocidad frente a nuestros ojos como bala perdida. Los comercios se han llenado de carteras, vestidos, relojes, zapatos, lentes y ropa de marcas, joyas, perfumes, destemplanzas y señuelos. Lo demás son baratijas de poca monta que sobreviven a duras penas igual a las señales escritas sobre un árbol jurando amor eterno. 

Ya no tengo librería para vender mis creaciones. Y un escritor sin librería parece un lobo aullando en un verano sin luna. No hay dónde tertuliar porque los pocos espacios que quedan no soportan el pensar. Solo quedan fiestas resguardadas por guardianes altos y fornidos que impiden sonreír a bichos raros.

Nada más tengo que explicar. Una librería cerrada, nunca más conocerá la brevedad del ser, la razón del sentir ajeno. Todo esto y mucho más anuncia la ocurrencia del mundo en que vivimos; un mundo a punto de estallar como si fuera una soga estirada por ambos lados hasta su ruptura inevitable. Muchos no saben a dónde va a parar.

Aplaudo a los que usan sus lentes carcomidos, ojeras, zapatos sin lustrar y camisas estrujadas. A los que pueden sostener a cualquiera que cae y no puede levantarse. A quienes desatan sentimientos que se mueven de un lado a otro de la cancha, como en un partido de tenis. Siempre habrá piedras y pantanos y gentes que digan verdades a la cara. No importa la efigie que esconden debajo de su piel. Nadie puede jurar a contraluz, ni obligar a sentir intimidad cuando carece de constancia para ella.

Los que usan saludos no temen andar camuflados; siempre buscan la quinta pata del búfalo sagrado. Y exponen su versión de los incendios con sonrisa cordial y la experiencia del salitre en su rostro, sea cual sea el árbol del camino.

Quienes lo escuchan deben preparar sus oídos contra el presagio de los vientos. Saben que no lidiaran con gomas de mascar. Algunos serán mercaderes que inspiran denuedos aunque sus ideas queden reducidas a muñecos de masilla.

Creo haber escrito de este tema. Si vuelvo a él con otros aires lo hago para rasgar lo inesperado. Solo la magia hará posible el salto.

No hay nada más peligroso que alguien que dice lo que piensa. Su palabra duele, sabe crucificar. Se expande mucho más que el intrincado reino de los dioses.  

El aguafiestas conoce el final de los saludos. No teme andar camufleado; siempre busca la quinta pata del búfalo sagrado. Y expone su versión de los incendios con la sonrisa cordial.

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