El dedo en el gatillo
Un hombre para la eternidad
Aespaldas de su trono brilla Napoleón. Una reimpresión de la famosa biografía de Emil Ludwig lleva, ahora, el sello de la editorial “Arenas”. Parece un monumento porque trae en su cubierta la emblemática foto del “cacique” francés montado en su caballo blanco parado en dos patas, con rostro victorioso y una mano hacia el horizonte, igual que su mirada, buscando el próximo combate.
A pesar de su olor a eternidad, en esa ocasión no adquirí el volumen.
-Será en otra ocasión -le dije.
Él sonrió y no le dio importancia, como si aquel tomo en letra impresa fuera un trámite habitual en su amplia red de publicaciones destinadas a difundir una buena parte de la literatura mundial, y coruñense en particular.
Emil Ludwig y Stefan Zweig cantaron a figuras célebres, marcadas en “el mundo de ayer”. Desde “María Estuardo” hasta la biografía de mi patria, esta última, con excesos en algunas partes. Pero entre el cielo y el infierno todo se mueve por interés o manipulación, sobre todo por quien paga. Ludwig universalizó a mi patria con virtudes y defectos. Brilla en ese libro el oficio de un escritor.
Sigo atando cabos en la oficina del empresario Manuel Arenas. Es un hombre singular y distinguido. A mi izquierda descubro una vitrina repleta de miniaturas de Napoleón. Son cientos de efigies del caudillo francés en diversas posiciones, con trajes, armas, y recaudos que complementan su figura universal. Decenas de fotos del gran general, así como serigrafías y grabados exclusivos, ondean en las paredes de aquella pequeña habitación repleta, además, de miles de tesoros bibliográficos que delatan la personalidad de su dueño, librero, editor y coleccionista, una de las figuras más emblemáticas de la cultura coruñense.
Don Manuel no aparenta ser lo que es, ni se da golpes en el pecho con las importantes distinciones recibidas a lo largo de su vida. Ni le interesa llamar la atención. Se conforma con mostrar la imagen del librero que atiende con decencia y esmero a los clientes que acuden a su negocio en busca de tesoros bibliográficos. Nadie imagina su impronta: detrás de aquella figura campechana, servicial y respetuosa se esconde el más importante coleccionista de trajes, sables y piezas de combate de la Era Napoleónica, así como piezas, autos y tanques de la Segunda Guerra Mundial y otros objetos bélicos preservados en impecable estado. Los guarda con pasión y celo en sitios especiales, aclimatados según las características de cada uno. Y los exhibe al público a cada rato. En su rostro brilla la ausencia total de vanagloria. No le gusta hablar ni de sí, ni de ellos, como si guardara un misterio demasiado conmovedor para exaltarlos a viva voz. Pude conocerlo después de varias visitas a su local; de convervar sobre su vida y milagros y descubrir, en toda su historia, la ausencia de un truhan con sonrisa soterrada para sacar provecho. Sus colecciones han sido cuidadas con esmero durante toda su vida.
Los libros le apasionan. Y lo presentan con la sabiduría y cultura que pocos como él ostentan. Su negocio ha crecido, no tanto en dimensión como en oferta. Visité otras librerías tal vez más espaciosas y surtidas a lo largo y ancho de aquella pequeña ciudad robada al mar, y en ninguna encontré un parámetro comercial igual al de don Manuel quien, además, se ha multiplicado en otra sucursal estratégicamente bien situada, y con una afluencia de público notable.
Quien acude a Librería Arenas en busca de una obra literaria o histórica, sale con ella envuelta en una funda impresa con un grabado histórico en su centro, como tributo a su gestión lectora, y visual. Ante un texto agotado, don Manuel lo localiza hasta debajo de la tierra y en veinticuatro horas la pone en manos del cliente. Me ocurrió en carne propia con una novela de Manuel Puig, prometida a una colega en Santo Domingo. La edición de Seix Barral se agotó desde 2015, y no sé qué magia corrió por aquel hombre que no paró hasta poner en mis manos un ejemplar de El beso de la mujer araña como recién salido del nido donde se coce la sabiduría.
El ser de quien escribo esta historia tal vez lo pueda descubrir alguna vez. Lo aprendí a respetar por su franqueza no emotiva, por su hijo cordial, quien lo asiste con orgullo y de su esposa, hacendosa y consagrada a su vida profesional. Pero su generosidad, sus deseos de servir y el rigor de su mirada para descubrir el fragor del visitante lo hacen digno. Ya vendrá el tiempo de pascuas donde la sonrisa del usuario satisfecho con el trato, puede ser el mejor regalo. Pero ahora me conformo con describir ese rostro que presento a lectores. Es importante saber que alguien de su talla aún existe.