El subjetivo
Lecturas estivales
Primero voy a explicarles brevemente en que consiste ser un lector. No es desde luego leer de vez en cuando para pasar el rato, como quien ve la tele o se toma una birra charlando con los amigos; tampoco es estudiar un tema consultando la adecuada bibliografía, sea la situación de los moriscos en la España de los Reyes Católicos, las amenazas de la Inteligencia Artificial o los orígenes del conflicto en Oriente Próximo. Quien lee los Evangelios porque es piadoso, no por ello se hace lector ni tampoco por aprenderse las diversas etapas de un régimen para adelgazar. En general, no es lector quien sabe contestar a la pregunta «¿por qué lees?»: para entretenerme, para aprender, para aprobar la selectividad… El verdadero lector no lee para cumplir algún objetivo vital más o menos importante: por el contrario, su objetivo vital más importante es leer. El gran alpinista se empeña en subir al Everest «porque está ahí»: el lector lee porque los libros están a su alrededor, porque le retan con su enigmático contenido, porque son puertas que dan a mundos desconocidos, probablemente tejidos con la misma urdimbre de que estamos hechos. El lector lee para perderse y recuperarse: porque solo cuando se zambulle en la lectura deja de preguntarse para qué vive.
Incluso los más apasionados lectores hemos leído muchas veces por alguna razón estricta y esclavizadoramente utilitaria: para preparar una clase o para enterarnos de lo que se guarda en las salas del gran museo de la ciudad. Pero el momento más feliz es cuando llegaban las vacaciones, sobre todo las largas y frondosas del verano, y podíamos por fin entregarnos a las lecturas sin por qué, a leer gratuitamente, sin otra recompensa más que el gozo de la lectura misma. Por eso yo siempre me he preparado con minuciosa delectación los libros que van a acompañarme durante los meses estivales, con buen cuidado de no incluir ninguno que suene a obligación, a estudio, a condecoración intelectual para impresionar a los que viven de admirar las palmas académicas, reales o virtuales. Tanto es así que hasta me sorprendo cuando encuentro uno de los libros que estoy leyendo o voy a leer entre los recomendados por los suplementos culturales de los diarios, no digamos ya en la lista de libros más vendidos. No es que me importe leer lo que están leyendo los demás, es que casi nunca me pasa…
Ya conocen ustedes, seguramente mejor que yo, esas listas de lo que hay que llevar a una boda o a la fiesta de fin de año: una prenda azul o roja, algo prestado, algo usado, algo nuevo, y yo que sé cuantas prescripciones más. Pues mi selección de lecturas veraniegas se parece un poco. Un libro para releer, otro para descubrir, una novela de acción y otra de pasión, uno de poesía, dos en francés, alguno en inglés, uno de humor y otro de miedo, alguno realmente antiguo y otro (demasiado) reciente… Pongo el conjunto cuidadosamente sobre la cama y me siento muy acompañado. El defecto que tiene es que nunca el verano es suficientemente largo para leerlos todos: le pasa como a la vida, que cuando me vaya siempre quedarán libros que me gustaría haber leído. Creo que fue el doctor Marañón quien dijo que los libros deberían venderse con el tiempo necesario para leerlos. Y es que cada libro, si me gusta, puede durarme bastante. No soy de esos que como elogio dicen: «no pude soltarlo, me lo acabé de un tirón, lo terminé esa misma noche»… Al contrario: si me apasiona, me regodeo en su lectura, vuelvo sobre sus mejores párrafos, procuro que me dure todo lo posible. Cuando acabo la última página siento agradecimiento al autor por lo feliz que me ha hecho, pero también algo de resentimiento: «¿no podías haber escrito un poco más? Qué te costaba…» En cambio, los libros que me aburren -¡tantos!- o que me irritan, los pretenciosos, los regeneradores, los que tratan de sucesos o ideologías de moda como si fueran periódicos… esos se me escapan entre los dedos y van a parar a la papelera a velocidad de vértigo.
¿Y entonces, este verano…? Ha habido muchos placeres y pocas decepciones (aparte de la fundamental, la de siempre, la velocidad con que se han ido las semanas y lo que se ha quedado sin leer). Entre lo mejor, el «Don Juan» de Lord Byron que tantas veces empecé y tuve que abandonar por la pobreza de mi inglés. Una autobiografía disfrazada, a la par cínica e idealista, desvergonzadamente moderna y atravesada por un erotismo donde encontramos burlas preventivas contra la época puritana en la que hemos ido a parar. También descubrí una novela estremecedora, heredera juntamente de los sobresaltos del gran Lovecraft y del aún más grande Herman Melville: «El pescador» de John Langan, que ganó el premio Bram Stoker de 2018. Recuperé un novelón clásico de los años cincuenta del siglo pasado, «Algo de valor» de Robert Ruark, un americano enamorado de los safaris africanos y de Palamós, donde está enterrado. En su día, «Algo de valor» trataba un tema de actualidad, maldita palabra, el final de las colonias europeas en África y el despertar sanguinario del Mau Mau. Hoy ha pasado a ser un clásico, siguiendo el dictamen de Philippe Sollers: «El infierno es moderno, el paraíso es clásico». Por cierto, otro de los príncipes literarios de mi verano (como de muchos anteriores) ha sido Philippe Sollers, que ha muerto hace pocos meses.
Nunca es suficientemente largo un verano para leer todo: Le pasa como a la vida que cuando la pierda siempre quedarán libros que me Hubiera gustado haber leído.