El dedo en el gatillo
El camino empantanado
El ser humano es una máquina en constante aprendizaje. Cuando menos lo espera, recibe una lección y cambia proa rumbo a lo desconocido.
Digo esto porque en mi reciente viaje A Coruña descubrí otras maneras distintas de contar mis días. Hay que viajar. Solo de esa forma encontramos quien nos echa en cara lo que somos, o nos entrega una carta llena de atributos que salen del mar. Los viajes humanizan. Se conocen gentes raras y diversas. Gentes posibles e imposibles, de esas capaces de emprender vuelo a lo inimaginable. El gran secreto de los viajes es el ser que habita los países, aquel silencioso o bullanguero con verdades contundentes que hacen mirar al otro ser que llevamos dentro. El problema es viajar sin hacer ruido. Pasar inadvertido, no buscar tribunas ni discursos, ni glamour; evitar los holocaustos, perder fascinación o aprender a ayunar, porque de la mesa puede caer al piso un cubierto, y con su ruido, se hará notar algo fuera de lugar.
De mi reciente escapada A Coruña, lo mejor que me puso pasar fue el reencuentro con mi primera familia. Aprendí que los rencores deben guardarse en el horno antes de cocerse a fuego lento.
Y entre comidas, descansos y andanzas me topé con varias dentelladas; personajes memorables, turbulencias efímeras y extrañas criaturas que llamaban las cosas por su nombre.
Uno de ellos me soltó a quemarropa su verdad: “Para ser cineasta en España tienes que ser de izquierdas”. Aquella voz me retrotrajo a mis comentarios caseros que exhibo, de un tiempo a esta parte, cada jueves en la pequeña columna que mantengo en el periódico, porque desde ella digo lo que pienso sin mirar el resplandor que brilla en el fondo de la copa ajena.
Mi amigo insistió. Me lanzó a quemarropa el nombre de tantos actores célebres, directores, fotógrafos, maquillistas, peluqueros, escenógrafos, escritores y demás técnicos, así como el glamour de los eventos donde las cintas brillan con lentejuelas. “Todo el cine aquí es política, amigo mío” -dijo.
No sé si tenía razón o no. Generalmente, miro a los dos lados de la vida y aplaudo por igual a quien lo merece, sin mirar hacia ninguno en específico. No entro en gracia con nadie.
Sus palabras me hicieron recordar a un Presidente ingenuo concediendo algún presupuesto para que sus técnicos produjeran cintas sin huellas políticas. Pero, lamentablemente, su impronta no pululó en escenarios de famosos.
Todo esto viene a cuento porque no escribo de política, aunque la política intente introducirse con sus garras por ese mundo cultural que habito. Llegará el momento en que el arte sabrá mirar a ambos lados del camino por donde brillan ortigas y remansos.
Citizen Kane trata sobre un magnate todopoderoso. Y El Proceso desenmascara a los tiranos. Mi interlocutor continuaba aferrado a su verdad, y el giro de su mirada juvenil se enfrentaba a mis ojos entumecidos.
El cine suena a desgaire. Y aunque la cultura es hija de ideas redentoras, una determinada ideología no determina la bienaventuranza, como tampoco un trasnochado afán de lucro puede seducir el sueño de un galán.
Siempre el creador impondrá su sello. Alejandro Almenábar tiene tres filmes que todavía seducen. Con Los otros (2001) demostró que otra vida puede ser posible en un segundo plano. No le dieron nueve premios Óscar por la doble nacionalidad de su director, ni por sus preferencias personales. Mar adentro (2004) conmovió, a pesar sus ideas redentoras y la militancia silenciosa de un Javier Bardem. Todo esto sin contar que Ágora (2009) trae la trágica historia de la biblioteca de Alejandría, aunque los cristianos-egipcios la rechacen. Almenábar es un artista y si es de izquierda o derecha, importa poco, como el peso de la arena en los desiertos.
Del otro bando, Hollywood tiene su star system con estrellas sobrevaluadas. Muy pocos filmes de monstruos, gigantes, narcos, comedias caseras o policías corruptos llaman la atención, aunque entretienen a cierto tipo de espectador porque no proponen salvar la dignidad de un arte que pide a gritos obras de nivel.
Lo que importa no es lo que se invierta o se recaude, sino el resultado, la vigilia frente al celuloide. Si el cineasta abraza ideas de izquierdas o derechas, es su problema. Por suerte, la diatriba del cine es otra cosa.
El cine suena a desgaire. Y aunque la cultura es hija de ideas redentoras, una determinada ideología no determina la Bienaventuranza, como tampoco un trasnochado afán de lucro puede seducir los sueños de un galán.