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El dedo en el gatillo

Pueblo blanco

Mi amiga Sorayda Peguero Isaac tiene una virtud que le admiro. Dice las cosas de frente: lo bueno y lo malo. Lo hace cuando yerro o doy en el blanco. Ella se ha hecho cargo de mí como si fuera su hermano. Me ha llevado mis libros a librerías y bibliotecas de Barcelona, ciudad donde reside con su esposo. Me responde entusiasmada cuando publico una obra que puede valer la pena, y me premia con su silencio ante un escrito fuera de contexto.

Recientemente le escribí a Sorayda a mi llegada a Madrid y le he estado enviando fotos de sitios emblemáticos que visité, no solo de la capital española, sino de las provincias y regiones del norte peninsular. Ella, retrató mis visistas con una frase inolvidable: “Pero no te has ido a pasear o a descansar, sino a hacer turismo profesional”.

En Madrid, el escritor Rubén J. Triguero me dio algunas coordenas y visité la biblioteca municipal Juan de Vargas. Allí deposité algunas de mis obras como donativo. Solo me exigieron una dedicatoria a la biblioteca. Tuve el atrevimiento de mostrarle a alguien un texto de mi más reciente libro de versos. Y este, después de leerlo, lo marcó con un separador, no sé si para bien o para mal, porque nada me dijo.

Compartí con gentes variopintas durante tres inolvidables días y tuve tiempo de cenar junto a mi hija con hermanos dominicanos.

A Coruña es una ciudad robada al mar, con historia. Los gallegos no son brutos, ni pulperos, ni llevaderos de farmacias como los pintaron en la Cuba donde viví con chistecitos baratos o novelitas paganas. Hicieron en mi patria el Centro Cultural mejor y más lujoso de América. Son soldados de avanzada y saben morir por defender a España. Hoy viven en una ciudad donde el teatro, la música y la cultura se pueden medir de tú a tú con cualquier otra de España. Son felices, cultos y rescatan el arte de otrora. Y muy celosos de lo que tienen, a diferencia de Madrid. Cuando fui a donar mis libros a la biblioteca Rosalía de Castro, tuve que volver con ellos a esperar informes de lectura para determinar si podian ser admitidos o no en ese centro histórico. Aún espero respuesta.

Algunos recuerdos que guardo con mayor resguardo sucedieron durante mis visitas a la librería Arenas. Su propietario, Don Manuel, es un editor de buen olfato. Además de un esmerado coleccionista de Napoleón Bonaparte. Sus visitas a Cuba y su entrada al famoso Museo Napoleónico de La Habana, se detuvieron una vez por el trato descortés que sufrió en la Aduana habanera. Sus viajes estaban muy vinculados al disfrute de las colecciones que el cubano Julio Lobo ubicó con esmero en aquel sitio para personas como él, amantes de la historia del general Galo.

Anhelaba llegar al pueblo que lleva mi apellido, a 17 kilómetros de la provincia de Ourense, poblada de tupida vegetación. Nunca imaginé que mi segundo apellido también era común entre los parroquianos de antaño que por allí viven o vivieron.

Llegamos a Ourense cuando el mediodía había quedado atrás y tomamos un taxi rumbo al destino soñado.

Beiro es un pueblecito lejos de un barranco. Las comadres no murmuran su historia en el umbral. Ojalá lo hicieran. Tendrían mucho que decir y chismear sobre sus casas de madera. Años atrás, allí vivían noventa y seis habitantes. Hoy se han marchado (jóvenes y viejos), en busca de un futuro mejor. Sus calles se alinean en solo tres esquinas y sobreviven por la grava blanca que las cubre. No hay ni existen hosterías, ni moteles, ni faroles con luces de Neón que destaquen su presencia. En Beiro todo está muerto al igual que sus casas vacías, cerradas de par en par donde solo se avistan letreros de: “Se venden”. La paja se acumula en algunos establos a manera de pesebres al aire libre, como esperando el nacimiento de un nuevo mesías para servirle de cuna de mala muerte. Entre tanta soledad, solo resplandece su cementerio, justo detrás de la parroquia donde, se vislumbran ciertos atisbos de la arquitectura de entonces para enaltecer las decenas de lápidas donde aparecen detallados apellidos iguales que los míos. Las gentes, invisibles, surgen de algún lugar del tiempo a honrar a sus muertos con lo único que tienen. Flores frescas se depositan en las tumbas de manera casi invisible. La Catedral tiene atisbos promisorios. Al menos, su entrada exhibe puertas recién construidas, cerradas con hermetismo misterioso, mientras, el cura párroco parece redimirse a sus espaldas.

¿Qué pasó con Beiro, el flamante pueblito de Ourense? ¿Qué razón asiste su silencio?: Algunos adinerados del Nuevo Mundo compraron sus terrenos para construir residencias con piscinas, gazebos y otras “naderías”.

Tal vez no sea el pueblo de mis antepasados. Pero lleva mi apellido, y lo he hecho mío, aunque nunca viva en él, ni tal vez vuelva a recorrer sus calles con el asombro y amor de este presente.

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