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La represión contra la comunidad haitiana y su descendencia sobrepasa nuevos límites en nuestro país. Maltrato, extorsión, violación, detención y deportación arbitrarias marcan el cotidiano de esta población. Ni hablar de las consecuencias humanas que se derivan de la humillación y angustia permanentes que padece la comunidad perseguida.

Ningún órgano de control público ha dicho ni ha hecho nada ante la agresión de derechos fundamentales de niños, envejecientes, mujeres y hombres que, de manera laboriosa, forman parte histórica de nuestra convivencia y mejores esfuerzos productivos. Ante tales abusos y violación de nuestras leyes, la llamada sociedad civil y la academia guardan un silencio escandaloso. Incluso, liberales del pasado, hoy en el poder, llegan a trabajar para esa injusticia.

Ninguna democracia puede surgir de prácticas autoritarias. Un pueblo tan solidario como el nuestro no merece que prejuicios e intereses de una pequeña élite atenten contra los ideales de universalidad de nuestra nación. El Estado debe poner fin a la violencia ante esos seres humanos en estado absoluto de indefensión.