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De librerías, bibliotecas y autores independientes

Cuando salga publicada esta columna ya estaré de vuelta en Santo Domingo. Andaré por Quisqueya con el aire coruñense dentro de mis huesos junto a recuerdos voladores de forma desorganizada hasta tomar forma escritural para integrar estas memorias. Con ellas trato de salvar lo más importante de mi ser. Y solo resalto la amistad de algunos personajes que el ritmo acelerado del tiempo ubica en mis sitiales afectivos.

La vida es muy complicada. Uno juzga a partir de algún hecho fugaz o una jugada equivocada, y no ve el trasfondo, la discrepancia, la totalidad de tomar una decisión ambulatoria cuando el mal parece estar más lejos de lo que pensamos, o más cerca disfrazado de poder o lontananza.

Pasé por Madrid y contacté a los ex pasantes del Listín que actualmente se juegan la vida por allá. La primera noche quise cenar en un restaurante cubano (donde todos sus empleados y empleadas son cubanos) en compañía de mi hija Anet, mi amigo, el joven escritor Rubén Triguero y su pareja, mi inolvidable María Esther Campusano junto a su pequeña hija procreada de esa unión, Clara.

Ya de regreso al hotel, y andando por ahí, por esas calles, Rubén me explicó las dificultades de escritores independientes para donar sus libros a las bibliotecas de Madrid, donde solo aceptan las obras de las grandes editoriales como Planeta, Pengium Randolf House, Cátedra, Anagrama, Tusquets y otras tantas que solo publican a autores españoles de renombre. El resto de aquellos que difunden sus libros a editoriales independientes o invierten para darlos a conocer, deben venderlos durante el acto de presentación, y llevarlos a las bibliotecas municipales en calidad de donativo, donde los leen, valoran y, después de un tiempo, deciden o no aceptarlos.

Es poco recomendable ser escritor en tiempos de internet. Hay que morir entre los millones de autores que no lo son y publican sus libros a mansalva por esas grandes editoriales, sin distinguir entre buenos y malos.

Esa noche pasaba con Rubén por una de las principales plazas de Madrid, llenas de jóvenes de cabo a rabo con sus móviles encendidos, chateando o mirando Google. Era una fiebre generalizada, una moda de estos tiempos donde la impresión del libro es solo fuente de economía para las grandes editoriales.

Le comentaba a Rubén mis experiencias en la Cuba de mi generación. Las filas para adquirir novedades crecían como los macheteros voluntarios en los cañaverales. Para los cubanos también era obligatorio llevar todos los días un libro distinto bajo el brazo, ya bien a un consultorio médico, al trabajo, o en transporte público.

Durante mis primeros años en Santo Domingo todavía reinaba el amor por el libro. Poco a poco se fue perdiendo. Hoy solo queda una librería surtida por las grandes editoriales internacionales. Los autores dominicanos escasean debido el famoso comprobante fiscal exigido, el cual solo lo portan unos criollos privilegiados.

Los estudiantes de periodismo que hacen su pasantía en Listín Diario leen muy poco o apenas no leen, ya bien por falta de hábito, de tiempo o de recursos económicos para adquirir algún tomo de interés. Muchos de los cientos de libreros que pululaban en la capital dominicana, hoy venden ediciones viejas por las calles, en sitios lúgubres, o en controversial “Paseo de la Lectura”, aunque es justo decirlo, ninguno de ellos hace zafra con sus propiedades. La inmensa mayoría se queja porque la Feria Internacional del Libro en Santo Domingo no los escoge para promocionar sus ofertas.

He vivido en carne propia esos apotegmas en estos tres países donde, la mayoría de los estudiantes de letras, han pasado a mejor vida y donde el comercio del libro se realiza bajo principios de exclusividad clientelar.

En una de mis incursiones a un baño públco de Madrid, al cerrar una puerta que garantizaba mi privacidad, encontré escrita, a manera de grafiti, una frase simpática. Todavía resuena en mis oídos y describe, el poco valor de quien pasa sus horas a diario para ampliar su nivel cultural: “No lea nunca. Solo lee el marica”. 

Toqué mis genitales para comprobar que mi hombradía, aunque vieja, no ha perdido ni un ápice de su masculinidad. No soy machista, pero tampoco tonto, idiota, ni ajeno a este presente. Todo es tan relativo que no me atrevo a mirar el porvenir a través de una bola de cristal. Pero alguna vez, y en algún lugar remoto (tal vez) volverán los libros aunque yo no pueda verlos y deba asistir a las bibliotecas públicas de Madrid a entregar mis ediciones sobrantes para ver si los aceptan.

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