Cuestiones inhumanas o degradantes
“Por desgracia, caminamos endiosados a más no poder, sin asumir la cultura del reencuentro como camino, el espíritu cooperante como actitud y la sabiduría conjunta como método y criterio”.
Ocuparse y preocuparse por los demás, o si quieren, estar como un poeta en guardia al servicio de la causa por la alianza, es una comprometida labor; pero, de igual modo, una heroica hazaña necesaria en un tiempo de graves dificultades ante la aglomeración de desaparecidos durante las hostilidades o periodos de represión en multitud de países, máxime en una época todavía generalizada de impunidad por la práctica continua de cuestiones inhumanas o degradantes. Sea como fuere, y mirando la situación del mundo de hoy, urge trabajar por la ecuanimidad y reeducar en valores para encauzar el camino de lo armónico, que es lo que en realidad nos vive y nos revive. Sin embargo, la tentación de levantar muros para impedir el abrazo entre culturas, cada día es más explícito. Prevengamos el mal y erradiquemos la indigencia: es, igualmente, un prioritario acto de justicia que pedimos.
La aparición del desplazamiento interno obligado prosigue, incluso las desapariciones forzadas o las detenciones orbitarias; y, con este cúmulo de inhumanidades, se acrecientan las torturas y los tratos crueles, realmente deshumanizadores y deshumanizantes. Toda esta atmósfera genera, al mismo tiempo, una sensación de inseguridad que sobrepasa la violación de los derechos humanos, lo que nos demanda una respuesta integral humanitaria que responda a la superación de este fenómeno agravado en los últimos años. Por otra parte, hasta es motivo de especial preocupación, el acoso que sufren en muchas ocasiones los defensores de los derechos humanos, los parientes de las víctimas, los testigos y los abogados que se ocupan de esta realidad feroz. Advirtamos la furia y suprimamos la selva: es, asimismo, una necesaria acción de amor que precisamos.
El terror cohabita por cualquier esquina, desprecia toda existencia. La violencia no resuelve nunca ningún problema, lo que nos exige repensar y reforzar las fuerzas de paz. Tenemos que romper cadenas como la del odio, que lo único que engendra es más venganza e injusticias. Indudablemente, hay que llamar a las cosas por su nombre, para recomenzar desde la evidencia nuestro propio diario viviente. Es cierto que nos hemos globalizado, pero no hermanado, nos faltan esos aires conciliadores proactivos. Sin duda, nos merecemos el cultivo de otra sociedad menos empedrada y más de corazón, no tan dominadora y más servicial, no tan posesiva y más donante. Ser responsables y combatir la impunidad, nos acercará a retomar otras orientaciones más justas y solidarias. Notifiquemos la solidaridad y anulemos el egoísmo: es, además, de un buen hacer, un mejor obrar.
Ningún esfuerzo que suponga el fin a los abusos de poder o a las violaciones de los derechos humanos, han de interrumpirse, si en verdad queremos estimular una inserción de concordia bajo este horizonte universal. Será bueno comenzar, por consiguiente, escuchando a las filiaciones de las personas desaparecidas, un problema colectivo; de la sociedad en su conjunto y de toda la humanidad. En consecuencia, considero que la maldad más grande hacia nuestros análogos no está ubicada entre ceja y ceja, sino en tratarlos con desprecio e indiferencia. ¿Habrá barbarie más grande? Por desgracia, caminamos endiosados a más no poder, sin asumir la cultura del reencuentro como camino, el espíritu cooperante como actitud y la sabiduría conjunta como método y criterio. Aconsejemos la bondad y exterminemos la malicia: es, igualmente, un necesario modo de morar que reivindico.
Las familias deben estar en el centro de todo y de todos. Haciendo comunidad es como se aviva la relación. En el fondo, no lo olvidemos jamás, son las relaciones entre semejantes lo que imprime en nosotros sentido vivencial. Otra cuestión a considerar es la grandeza de la ciudadanía, como miembros valiosos de la estirpe humana, que también va a estar en comunión directa a la evidencia de su fuerza moral. En este sentido, en parte debido a la brutalidad vertida, la parentela y los amigos de las personas desaparecidas, van a sufrir una perenne angustia mental, ignorando si la víctima vive aún y, de ser así, donde se halla recluida, en qué condiciones y cuál es su estado de salud. De ahí, la importancia de que estas inseguridades dejen de cohabitarnos antes de que el desasosiego nos amortaje mar adentro, sin haber aprendido a reprendernos, que será un modo de valorar la vida.