La pretendida inmutabilidad de la regla de elección presidencial
El presidente Luis Abinader sometió el proyecto de ley de convocatoria de la Asamblea Nacional Revisora para reformar, entre otras normas, el art. 268, de modo que a su contenido se le agregue la regla de elección presidencial. El mandatario ha insistido, incluso desde antes de escalar los resortes del poder, en la necesidad de impedir que la repostulación presidencial inmediata por una sola vez vuelva a ser parte de la agenda política.
La reelección ha sido un fenómeno intensamente controvertido a lo largo de nuestra historia que, como se recordará, fracturó la estabilidad democrática a principios del siglo XX. En su propuesta, el jefe de Estado plantea que parte del art. 124 pase a ser materia del art. 268, precepto este conforme al cual “Ninguna modificación a la Constitución podrá versar sobre la forma de gobierno, que deberá ser siempre civil, republicano, democrático y representativo”.
Es, mutatis mutandis, lo que establecía el art. 164 de la de Colombia de 1830. Ocurre, sin embargo, que la eficacia de las cláusulas intangibles ha sido severamente cuestionada por la doctrina, a tal punto de que se han quedado huérfanas de defensores. Por supuesto, no nos referimos a los límites deontológicos implícitos, porque sería impensable una enmienda para imponer la pena de muerte o la esclavitud, enervantes de dos pilares de todo ordenamiento constitucional: el derecho a la vida y de la dignidad humana.
De lo que se trata aquí es de positivizar como irreformable una norma de contenido político que, para algunos, limita la democracia al aplicarle al presidente que ejerce el derecho a la repostulación consecutiva un chaleco de fuerza constitucional. ¿Puede el constituyente o legislador dejar esculpida las condiciones que deberán regir la existencia de los ciudadanos del mañana con base a criterios predominantes en la actualidad?
Inclinarse hacia la afirmativa supondría que estos últimos son imperecederos y, por ende, que el comportamiento social debe irse acoplando al derecho, no lo inverso. Para nadie es secreto que la vida es dialéctica, un incesante fluir de cambios, y si a esta verdad de a puño le sumamos que la política es un vaivén de pasiones que con odiosa frecuencia extravía el bien común como puerto de destino, tendríamos que convenir que ningún enunciado normativo debería ser in aeternum.
Pero sea o no sea así, ¿hasta qué punto es eficaz el intento de irreformabilidad? Los defensores del principio de supremacía constitucional, Miguel Carbonell entre ellos, confrontan a quienes, desde la acera opuesta, esgrimen el principio democrático. Para ello, les dan espectacularidad al argumento de que la soberanía radica en la carta magna, sofisma con el pretenden desconocerle autoridad al constituyente derivado para reformar las cláusulas pétreas.
No obstante, la verdad es que la soberanía reside en el pueblo, como prevé el art. 2 constitucional, contenido que, por cierto, no puede ser objeto de modificación según el art. 79.3 de la Ley Fundamental de Bonn. Siendo el pueblo el soberano, las normas intangibles están subordinadas a su voluntad, por lo que nada le impide, en su devenir histórico, ajustarlas a su conveniencia.
La misma lógica del principio democrático de las mayorías parlamentarias implica momentaneidad. Por tanto, las cláusulas pétreas no dejan de ser aspiraciones, sin olvidar lo que explica Francisco Díaz: “Las constituciones democráticas han de conllevar un cierto grado de apertura frente a las tendencias contrarias del orden constitucional vigente”. Manuel Aragón Reyes es tajante: “Lo más congruente con el carácter de una constitución democrática es permitir al pueblo, sin más trabas que las procesales, disponer libremente, sin límite material alguno, de su propia constitución”.
Existe consenso de que solo por vicios de procedimiento en su formación, o sea, por violación del trámite exigido para su aprobación, pudiera una corte o tribunal constitucional anular cualquier acto reformatorio, no así por su contenido material. Y es que de ser de otro modo, se le reconocería competencia para decidir lo que se puede o no reformar, convirtiéndolo en un órgano supraconstitucional.
En definitiva, la tensión que plantea la pretendida perpetuidad es aparente, y aunque no encaje aquí como anillo al dedo, convendría recordar lo que la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789, base de la Declaración de las Naciones Unidas en 1948, disponía en su art. 28: “Un pueblo tiene siempre derecho a revisar, reformar y cambiar su Constitución. Una generación no tiene derecho a someter a sus leyes a las generaciones futuras”.
A juicio de quienes esto escriben, tal vez habría sido preferible proponer un mecanismo de revisión del modelo de elección presidencial más gravoso que el contemplado en el art. 271 constitucional. A título de ejemplo, en lugar de las dos terceras partes del voto afirmativo de “más de la mitad de los miembros de cada una de las cámaras”, exigir las tres cuartas partes, o haber sumado dicha regla a las materias sujetas a referendo aprobatorio.
Cualquiera de esas dos fórmulas habría asegurado un mayor diálogo y consenso democráticos. Desde luego, la excesiva rigidez de la primera opción no está exenta de riesgos, porque ante la dificultad de alcanzar la mayoría cualificada, la experiencia comparada enseña que los actores legitimados optan por vías alternas para lograr la mutación o reforma táctica de la Constitución, pero ese sería tema para otra entrega.