De caretas, de fetiches, de Venezuela
“La continuación de la autoridad en un mismo individuo frecuentemente ha sido el término de los gobiernos democráticos”, Simón Bolívar, 1819.
Para decir la verdad, sé lo que quiero decir, pero no cómo iniciar. De modo que comienzo por un pensamiento martiano: “La patria es ara, no pedestal”. Ara, para uno sacrificarse en ella, ‘con todos y para el bien de todos’. Jamás pedestal, en el que uno se engrandece, ensimisma, envanece o enriquece, a costa de la servidumbre, el vasallaje o la represión de los demás.
De caretas. A la luz de tal sabiduría, resulta ser que, dicho en buen dominicano, me duele Venezuela, obnubilada en un pedestal por engalanadas caretas. Entre otras tantas, quizás la más teatral sea la felonía de hablar de una república “bolivariana”. Eso, así, aunque de bolivariana, le queda, nada.
El mismo Simón Bolívar lo afirma, como testigo de excepción en una historia que no absuelve a ningún mentor. En y desde el seno del Congreso de Angostura, el mismísimo Libertador lo proclamó. El bonapartismo criollo arruina -literalmente- a cualquier nación americana. Más aún, de conformidad con lo que escribió a un representante consular del imperio británico en Jamaica, es el causante del retroceso de toda la población a la condición de quienes “no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores”.
Ahora bien, si al árbol venezolano se le conoce por los frutos y no por las raíces, entonces, de dicha concentración autocrática del poder en unas manos de títere con careta de demiurgo se sigue -en las palabras proféticas del ilustre caraqueño- “la usurpación y la tiranía”. Estas dos develan que Venezuela queda al desnudo, desprovista de antifaces. No solo no es bolivariana, tampoco es republicana. Dicho sin rodeos, ha devenido un teatro de marionetas.
En el ámbito de la cosa pública, no se cuecen ‘caraotas’, para saciar el hambre, ni se edifica un estado de cosas en la que el poder esté institucionalmente dividido y equilibrado como en cualquier república, sea esta platónica o real. A contragolpe, en la tierra del alma llanera, de la modernidad de una ciudadanía quebrantada y del olor a oro negro, impera la concentración del poder y una bufonada impuesta a la fuerza. Un conductor autócrata y corifeo, ensalzado por un coro de poderosos engreídos, son agitados todos por el hilo siniestro que manejan advenedizos titiriteros de allende los mares.
Al desnudo y sin caretas, Venezuela dejó de ser -al mismo tiempo, en las manos del mismo sujeto- bolivariana y republicana. Ahora, solo es reconocida por la represión y el éxodo.
De fetiches. De ahí la negatividad inherente a la retórica ideológica del ‘chav/ismo’, enfrentado a las conspiraciones imperialistas del nuevo adversario, el archi mentado y facilitón ‘fac/ismo’. De modo que, aquella usurpación tiránica -advertida ya por Bolívar- queda expuesta con las andanzas de los nuevos fetiches monopolistas de los órganos gubernamentales.
Atención a esto, el meollo de la cuestión no es que algún fetiche autócrata, más o menos maduro, sea un mal perdedor o que él y/o sus allegados hagan o no triquiñuelas, sino que ellos abusan de la buena fe de algunos pocos y se ampara en la idolatría asentada por las bayonetas. No es cuestión de referirse y creer en un Ser Supremo, el que sea, sino de refugiarse en cuanto ídolo exija lo que requiere: fe ciega en lo que diga. Algo así como en épocas ya idas de mayor oscurantismo y de grades inquisidores. Gané, ganamos, porque lo digo ‘yo’ y… no se hable más. Pobre de todo aquel que emule a Tomás, el del cuarto evangelio, cuando dijo algo así como ‘si no lo veo, no lo creo’.
Ahora bien, sépase que el marco de referencia para el acceso y revisión de las actas electorales venezolanas no justifica el secretismo y la obnubilación de la vox populi venezolana. Más bien prevé y facilita, por vía de la automatización, que las boletas utilizadas en el escrutinio nacional sean públicas, para fines de verificación.
En efecto, el sistema de votación venezolano incluye el protocolo de la “triple verificación” que tiene como objetivo garantizar la integridad del proceso electoral. El procedimiento asegura que los comprobantes de votación en papel, las actas impresas y los datos electrónicos se alineen para reflejar fielmente la voluntad popular. Eso lo logra la traza de papel, la misma que produce un registro impreso doble: uno basado en los comprobantes de cada voto y otro en las actas que imprimen las máquinas cuando se cierra la votación. Cuando el conteo manual de votos según los comprobantes coincide con el de las actas impresas y con el de las actas que se publican online, la congruencia de esta triple comprobación permite establecer si ha habido o no, fraude de alguna índole.
De hecho, expertos en la materia, como los doctores Dorothy Kronick y Walter Mebane, trabajando con metodologías diversas, concluyeron de manera independiente que los resultados electorales en Venezuela contradicen el alegato oficial, de índole fiducial, que proclaman los funcionarios venezolanos sin aportar prueba alguna. Los análisis estadísticos, así como los de la traza de papel, descartan prácticamente la posibilidad de fraude o manipulación de los resultados por parte de la oposición.
Por eso, aquí se aplica, no el “magister dixit” (lo dijo el maestro) y cállate la boca, ni el borrón y cuenta nueva o nuevas elecciones, sino la máxima atribuida a Aristóteles: Amicus Plato, sed magis amica veritas (amigo de Platón, pero más de la verdad). A falta de las actas, nada de confianza, ni pizca de ingenuidad o de ocultamiento y, menos aún, recurrir a nuevas elecciones, pues el que la hace la paga o, virgen por impunidad, lo repite otra vez.
Entre un mitómano adepto al ocultismo y un Tomás cualquiera que pide ver y tocar las pruebas antes de pronunciarse, mi preferido -y confío también que sea el de muchos más- es quien no duda en reconocer y rectificar objetivamente su incredulidad y limitaciones.
De Venezuela. Por consiguiente, antes de ‘creer’ en resultados electorales, carentes de otro aval que no sea la retórica de los ‘ismos’ y las armas de los partidarios de la fuerza, hay que optar por actas verificadas y el sacrosanto respeto de la voluntad ajena. De lo contrario, la previsión patrimonial de Bolívar, a propósito de un régimen político violador de sus atributos más consubstanciales, -en este caso, el republicano y el bolivariano- tomará cuerpo en una sociedad sometida a la suma 0.
Dada la desilución que genera una evidente frustración democrática por doquier, la suma por excelencia del espíritu del tiempo (“Zeitgeist”) actual es la adoptada por cuanto autócrata gobierna en países sometidos al “ismo” nominalista de su preferencia. Me refiero a esa adición de brazos indiferentes y candados inútiles que, con casaca de pueblo, pero rostro de sátrapa, añade a su quehacer respuestas sencillas y simplistas + fuerza convincente + noticias falsas e información adulterada, para imponer su certeza tranquilizante y apaciguante.
Cierto, no hay peor mendaz que el que cree sus propios engaños, ni peor ciego que el que no quiere ver el cero que resulta de dicha suma. Pero justo por tanto, renace la esperanza. Las actas electorales ponen sobre el tapete que, a distancia aún de un gran empujón final, los venezolanos están dispuestos a romper con quienes traicionaron aquello que había en ellos de republicanos y de bolivarianos. Irrumpe por el ara de la patria venezolana. En ella, la determinación de la gran mayoría de la poblacion está por restaurar, en medio del concierto de naciones libres de tal caterva de fetiches y de tantas caretas repletas de estulticia, el debido sitial que merece -en “nuestra América”- Venezuela.
Profesor-Investigador de la PUCMM.