AGENDA SOCIAL

Encrucijada democrática

La democracia no solo simboliza la voluntad popular sino también un compromiso con los valores de la libertad, la igualdad y la justicia. Por eso, en momentos de disrupción del orden democrático, ya sea por golpes de estado, fraude electoral o el deterioro de las instituciones, las sociedades enfrentan una encrucijada crítica, precisamente porque esos valores están en riesgo. En estos momentos, surge una cuestión fundamental: ¿qué rol deben desempeñar otros países en la restauración y protección de la democracia?

Como hemos advertido en otras ocasiones, la democracia es un sistema frágil que depende del respeto a las normas constitucionales y el Estado de derecho. Cuando estos principios se ven comprometidos, el riesgo de caer en regímenes autoritarios aumenta drásticamente, resultando en una disrupción del orden democrático que puede tomar muchas formas. En cualquier escenario, el impacto sobre la sociedad es profundo, afectando no solo la gobernabilidad, sino también los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos.

En ese contexto, la comunidad internacional enfrenta un dilema, si existe o no la necesidad de actuar frente a la soberanía nacional. No obstante, el principio de no intervención no puede ser una excusa para la inacción cuando se violan derechos humanos y se socava la democracia. La Carta de las Naciones Unidas y otros tratados internacionales establecen la responsabilidad de proteger a las poblaciones de atrocidades masivas, lo que podría incluir el apoyo a la restauración del orden democrático.

Los países democráticos tienen la responsabilidad de solidarizarse con aquellos que luchan por mantener o restaurar la democracia en sus naciones. Las medidas diplomáticas, como las sanciones selectivas contra líderes no democráticos y el apoyo a la sociedad civil, pueden ser herramientas eficaces para presionar por un retorno a la normalidad democrática.

Además, es vital el rol de los organismos internacionales que juegan un rol crucial en la supervisión de elecciones, mediación de conflictos y en la imposición de sanciones o medidas punitivas. Ahora bien, el problema es que, en América Latina, se ha dado un fenómeno de inexistencia de espacios regionales de colaboración efectiva, lo que ha hecho que cada vez sea más difícil solucionar problemas como este en esos espacios, por lo que hay que apelar a organismos extrarregionales.

Aunque algunos lo plantean como opción, la intervención militar es un recurso extremo que debe manejarse con suma cautela. La historia reciente nos ha mostrado que las intervenciones pueden desestabilizar aún más una región si no se realizan con un claro mandato internacional y un plan de transición bien definido. En cambio, las intervenciones diplomáticas y económicas, apoyadas por un consenso internacional, suelen ser más efectivas y menos disruptivas.

La historia reciente ha demostrado que la clave para superar las disrupciones democráticas radica en fortalecer las instituciones internas y la participación ciudadana. Por eso, en el caso concreto de Venezuela, no puede haber solución al problema venezolano sin los venezolanos. La comunidad internacional puede y debe apoyar estos esfuerzos para restablecer el orden democrático y propiciar la paz en un país que tanto ha brindado a América Latina.

En un mundo interconectado, la estabilidad y la justicia no son problemas aislados; lo que afecta a una nación puede tener repercusiones globales. Y lo vemos cada día y de manera directa en temas migratorios, de salud pública y gasto social, fuentes modernas de inestabilidad. Por lo tanto, todos los países tienen un interés compartido en promover y proteger la democracia, asegurando un futuro de paz y prosperidad para todos.