MIRANDO POR EL RETROVISOR
La superficialidad en el trato
En junio realicé por vía telefónica una reclamación por elevada facturación a la compañía distribuidora de electricidad que brinda el servicio donde resido. Me tomaron los datos, con la sugerencia de que llamara en 10 días laborables para una respuesta. Así lo hice, pero aquí surgió el primer inconveniente.
Paradójicamente, aunque hice la reclamación por teléfono, la respuesta no podía recibirla por la misma vía. Me dieron dos opciones: A través de Whatsapp o ir personalmente a una oficina de la distribuidora. Opté por la primera, debido a la conveniencia de hacerlo desde la casa, sin la pérdida de tiempo que implican los tapones en las vías de la capital.
El sistema de mensajería me pidió los números de contrato y de reclamación. Y ahí comenzó la espera. Realizaba otras tareas mientras chequeaba constantemente en el celular para verificar cuándo me respondería el interlocutor al otro lado de la línea. Y que creen, tras 20 minutos, el sistema me informó que mi tiempo de espera se había agotado, sin ninguna respuesta, y que lo intentara otra vez.
Perseverante al fin, probé por segunda ocasión con los mismos resultados después de otra larga espera: Su tiempo se ha agotado. Llamo otra vez al número telefónico y la explicación que me dieron fue que son tantas las personas que escriben al Whatsapp que se debe insistir hasta ver si tienes la suerte de que tu solicitud “caiga” y sea atendida.
Decidí finalmente no acudir a una oficina física para evitar más penurias y esperar la próxima factura para verificar si la reclamación fue aceptada, ya que se reflejaría con un crédito.
La semana pasada también fui a realizar un depósito en cheque y efectivo a un banco, donde encontré una larga fila. Conté ocho cubículos para asistencia a clientes, pero apenas funcionaban tres. Observé la actitud de los dos cajeros disponibles en el área donde sería asistido. Una joven malhumorada y displicente, otro muy amable y diligente.
Recordé esas dos vivencias porque el pasado viernes, precisamente por Whatsapp, me llegó una reflexión bíblica en audio sobre la ocasión en que Jesucristo llegó a Nazaret, la ciudad donde creció. Y entró a la sinagoga a enseñar. En el templo se preguntaban cómo había adquirido tanta sabiduría y ese poder para realizar milagros. ¿Por qué dudaban de él? Por su origen, se preguntaban ¿No es este el hijo de un carpintero? ¿No están aquí su madre, sus hermanos y hermanas?
El relato bíblico concluye destacando que allí Jesucristo no pudo realizar muchos milagros por la falta de fe en él. Y de ahí se ha acuñado la frase de que “Nadie es profeta en su tierra”. La reflexión terminó apuntando que la familiaridad excesiva lleva a la rutina, ésta a la superficialidad en el trato, luego viene la resistencia y por último termina con la pérdida de la fe.
Pasa igual con el Estado y su llamada burocracia, ese ejercicio del poder desde un escritorio, oficina o un simple cubículo, que el filósofo, politólogo y economista alemán Max Weber, considerado el fundador del estudio moderno de la administración pública, estimó que debía ser precisa, rápida y uniforme.
¿Por qué los ciudadanos terminan perdiendo la fe en el Estado y su burocracia? Lo primero es que desde sus orígenes ha sido deficiente, esa deficiencia se convirtió en rutina, esta ha provocado una resignación y el epílogo de que un cambio es imposible porque “somos así y así somos”.
A pesar de los esfuerzos y algunos logros tangibles, los reveses, como por ejemplo las vicisitudes para obtener un simple pasaporte y el regreso de los “buscones” a las oficinas públicas, han ido minando la fe en el sueño de contar un día con “burocracia cero”.
Cuando la Oficina Gubernamental de Tecnologías de la Información y Comunicación (OGTIC) acuñó este programa con el firme propósito de encaminarse hacia un “Gobierno eficiente”, identificó las siguientes prioridades como objetivos: Aumentar la productividad de los ciudadanos y las empresas; disminuir el costo social de las regulaciones; facilitar el acceso a los servicios a través de canales digitales e interconectando las instituciones públicas; eficientizar y minimizar los requisitos y trámites para aumentar la satisfacción ciudadana; fortalecer los niveles de productividad, el crecimiento económico y el bienestar social, y por último, reducir los tiempos de respuesta en los servicios públicos.
Particularmente no aspiro a tanto, consideró incluso utópico el término de “burocracia cero”, pero sí anhelo que un día demos el trato con calidez y las respuestas oportunas a que tienen derecho los usuarios de los servicios públicos.
Históricamente, ha faltado una efectiva regulación y un seguimiento eficaz a los procesos para garantizar servicios públicos simples, ágiles y de calidad a los ciudadanos, tanto físicos como virtuales. La muestra más evidente está en que comunicarse telefónicamente con una oficina pública es toda una odisea.
Para concluir, amables lectores, les cuento que en aquella fila del banco me tocó la cajera displicente. Me preguntó dos veces el monto del depósito en efectivo, revisó en cuatro ocasiones el endoso del cheque y bostezó tres veces en una evidente señal de hastío. Mientras todavía me atendía, el más diligente a la vera ya había asistido a cuatro clientes.
Y en cuanto a la distribuidora de electricidad, en julio me llegó la respuesta de la reclamación hecha en el mes anterior: Mi factura llegó sin el esperado crédito y, para colmo, otra vez más elevada.