Del colisionador de partículas a los dientes ferrosos del dragón de Komodo
Llegó como una noticia más sobre la actualidad científica y médica que con tan fascinada dedicación persigo, cada día, entusiasta.
Provino de la versión digital de la revista “National Goegraphic” que desde joven he leído apasionado. Buscaba sus ediciones impresas, siempre atrasadas, en aquel anaquel revistero de la Plaza Naco oriental a la ave. Tiradentes de Santo Domingo. En sus páginas hurgué sobre la “Física de la nada”, designación incipiente de los primeros objetivos y resultados del colisionador de partículas a través de los cuales finalizando de los años ochenta del siglo pasado los físicos deseaban penetrar —y desde la oscuridad penetraron—, la región todavía inexistente de un saber deseado y por eso designado “de la nada”. Impulsados por el deseo de conocer lo que pudiera haber en los más hondos escondrijos de la materia, avanzaron hacia el interior íntimo y “final” del núcleo atómico y sus protones, neutrones y electrones, aportando al desarrollo de la llamada física subatómica y la física cuántica.
El tema obtenía relevancia porque —hoy sabemos— la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) construía el mayor colisionador del mundo, llamado Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés). Fue iniciado en el año 1989 y concluido en el 2001. Una tarea en la cual, según Wikipedia citando a Roger Hidhfield (2008), participaron más de “10 mil científicos y cientos de universidades y laboratorios, así como más de 100 países de todo el mundo”, ocupando un túnel de 27 km de circunferencia y una profundidad máxima de 175 metros bajo tierra, en la frontera entre Francia y Suiza, cerca de Ginebra.
Se creó para que ayudara a satisfacer las dudas y cuestionamientos definitorios de la física, especialmente las relativas a las leyes básicas que rigen “las interacciones y fuerzas entre las partículas elementales, la estructura profunda del espacio y el tiempo y, en particular, la interrelación entre la mecánica cuántica y la relatividad general”, teorías ampliamente comprobadas “pero desafortunadamente aún incompatibles entre sí en muchos aspectos experimentales”.
Los primeros resultados del colisionador casi tetraplicaron la energía a que antes se realizaban las colisiones y luego, con las actualizaciones, alcanzaron 6.5 tetraelectronvoltios (TeV). Este inmenso aparato definió la física posterior a los 90, al enfocar su interés en las partículas subatómicas (hadrones), cuyos conocimientos amplió: se componen de quarks unidos por la llamada “fuerza nuclear fuerte”, una adicional a la electromagnética que cohesiona átomos y moléculas…
Desde esas páginas recibí, el pasado 31 de julio, la nueva de que los dragones komodos, carnívoros originarios de Indonesia y en franca extinción, tienen hierro en sus dientes, “Algo nunca visto en reptiles” consigna el cierre del titular. No cualquier cantidad de hierro, una de tal magnitud que según Alice Sun, autora del relato, llevó a la comunidad científica a preguntarse: “¿por qué hay tanto metal en los dientes del reptil más grande del mundo?”.
Mi sed de información al respecto creció, sola y entusiasta y sin un yo que quisiera detenerla al notar que la periodista incluyó el vínculo hacia la fuente del estudio original: la revista “Nature Ecology & Evolution” de la editorial Nature. El ensayo al respecto es autoría de Aarón R. H. Le Blanc y cols. Orcid suscribe el perfil de este autor principal a la Universidad de Alberta, en Edmonton, Alberta, Canadá. Fue publicado con acceso abierto el pasado 24 de julio.
Los dragones de Komodo (Varanus komodoensis), además de ser un lugar común en las imaginería actual del entretenimiento televisivo y cinematográfico, “son los lagartos depredadores más grandes que existen y sus dientes zifodontes (dentados, curvados y con forma de cuchilla) los convierten en análogos valiosos para estudiar la estructura y la función de los dientes y compararlos con taxones zifodontes extintos, como los dinosaurios terópodos”, según los autores.
El hallazgo fue posible porque “Utilizando imágenes químicas y estructurales avanzadas” los autores pudieron revelar “que los dientes de V. komodoensis poseen una adaptación única para mantener sus bordes cortantes: recubrimientos anaranjados enriquecidos con hierro en las dentaduras y puntas de sus dientes” y aunque “el secuestro de hierro probablemente esté extendido en los esmaltes de los reptiles”, “es más sorprendente en V. komodoensis y especies de zifodontes estrechamente relacionadas”.
Este hierro tiene un rol crucial: ser soporte de los dientes “dentados”.
En su examen de las dentaduras de especímenes esqueléticos de v. komodoensis preservados en líquido, los autores encontraron algo no observado antes: sus piezas no desgastadas estaban pigmentadas de color naranja, al igual que las dentaduras erupcionandas y no erupcionandas, indicando que no se teñían por la alimentación. Esa coloración naranja “es más intensa a lo largo de las dentadas más cercanas a las puntas de la corona”, dicen, a diferencia del resto de la corona: “está recubierta de esmalte transparente” lo que las blanquea por la dentina subyacente. Esa pigmentación naranja es más pronunciada “cuando se utiliza fluorescencia estimulada por láser (LSF)”.
Las ilustraciones publicadas revelan que los bordes (dentículos mesiales) de esta especie están conformados por una continua pigmentación naranja restringida al esmalte que se extiende a lo largo de todo su borde, “de las dentaduras y las puntas de la corona”, dicen los autores.
Mediante cada técnica aplicada, expresan, detectaron hierro en los 1-2 micrómetros (µm) externos del esmalte y ocasionalmente una concentración asociada de zinc, cuya concentración equipara con los mamíferos. Sin embargo, aclaran, “el hierro se concentró consistentemente a lo largo de las dentaduras mesiales y distales en secciones horizontales, pero no a lo largo del esmalte más alejado de las dentaduras”.
Esta “sorprendente y consistente” coloración naranja se encontró “tanto en los dientes de reemplazo como en los funcionales de V. komodoensis” y especies Varanus: V. salvadorii, V. rosenbergi, v. giganteus, V. varius, V. salvator y V. inicus. Aunque “los bordes pigmentados con hierro se encuentran en varias especies de Varanus zifodontes (…), son más pronunciados en V. komodoensis”.
Por esto los autores afirman que sus “resultados resaltan dos adaptaciones evolutivas inesperadas y dispares en los repites zifodontes”. Por un lado, agregan, “V. komodoensis desarrolló recubrimiento de hierro prominentes a lo largo de las puntas de los dientes y las dentaduras para reforzar sus dientes cortantes”, aspecto que resalta “la capacidad de los reptiles para modificar regiones específicas de los tejidos duros dentales para mantener los bordes cortantes afilados”, adaptaciones de los reptiles carnívoros que “probablemente contribuyeron a su éxito como depredadores de ápice”.
Ya sé, en fin, que podría —cuando Dios tiempo y sosiego supla—, escribir un relato o guión fantástico-ecologista en el cual un villano dictatorial y enloquecido cazaría dragones de Komodo para extraerles el hierro de los dientes mediante procedimientos brutales, para obtener el metal requerido por sus armerías y arsenales.
Sí, desde la antigüedad y Grecia, en el pedestal de las ciencias se han erigido siempre la creatividad y las artes.